¡No al indulto! . Carlos Peña.
Hay varias razones para no conceder el indulto a quienes violaron los derechos humanos. Y para no admitir las insinuaciones que —manejando una delicada ambigüedad— ha formulado la Iglesia Católica.
Desde luego —y a mucha distancia de los delitos comunes— las desapariciones, torturas y asesinatos ejecutados por agentes del Estado tienen una gravedad excepcional.
A diferencia de lo que ocurre con la violencia entre particulares —un homicidio, por ejemplo— en la violación de derechos humanos se tortura, mata o hace desaparecer adversarios sirviéndose de las instituciones estatales.
Así, la capacidad de abuso es incontrarrestable y la impunidad casi segura.
Fue lo que ocurrió en Chile y no debemos olvidarlo tan rápido. La dictadura usó el poder del Estado para torturar, desaparecer y asesinar personas y asegurar la impunidad de los victimarios. Los familiares de las víctimas en cambio —que debieron soportar por décadas la sorna y la burla de sus victimarios— acabaron recibiendo apenas un remedo de justicia.
El Estado, las instituciones públicas, los tribunales, la prensa, los políticos, los mismos que hoy arguyen a favor de la misericordia, por miedo, connivencia o motivos incluso peores, callaron.
¿Cómo podría ahora, ese mismo Estado, que no fue capaz de estar a la altura de sí mismo en esta materia, hacer de perdonavidas? El soberano —el Presidente de la República en este caso— sólo puede excepcionar el derecho cuando fue capaz de estar a la altura de él. Para que la misericordia pueda hacer excepción a la justicia, es necesario, previamente, haber hecho justicia.
Y no es el caso.
Hubo demasiada tardanza, largos años de impunidad, encubrimiento, pretextos, mentiras sostenidas por décadas, falta de reconocimiento, apoyo a los victimarios y silencio de las instituciones armadas, como para estimar que ha habido una justicia que merezca una excepción en base a la misericordia.
Pero —se dirá— ¿no habrá que oír a la Iglesia Católica que, ella sí, escuchó a las víctimas, enjugó sus lágrimas y les prestó consuelo?
Hay que oírla, por supuesto, pero sus acciones pasadas no obligan a nadie a admitir sus argumentos de hoy.
No cabe ninguna duda que la Iglesia tiene motivos para pedir el indulto (es cosa de recordar a Mateo 6, 14-15: “si no perdonáis a los demás tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas”). Pero esa no es una razón que deba admitir un Estado laico como el nuestro. En un Estado laico —un Estado que trata con igualdad a creyentes y no creyentes— el Presidente está obligado a buscar razones neutrales, que puedan ser admitidas por todos a la hora de ejercer sus facultades. Piñera, desde este punto de vista, no podría esgrimir su fe católica para conceder el indulto o ejercer cualquier otra de sus facultades. Sus facultades no le han sido concedidas para homenajear sus convicciones religiosas, sino para obrar a favor de los valores cívicos.
Sin embargo —se insistirá— ¿no habrá casos que merezcan una consideración especial, personas que obraron en cumplimiento de órdenes o que cometieron crímenes por miedo?
De todos los argumentos, quizá este es el más inaceptable. Obrar moralmente —explica Kant— consiste en actuar contra los impulsos, resistiendo las inclinaciones. Por eso al lado de los que cometieron crímenes por miedo, y que hoy día se avergüenzan, hubo otros que se negaron a hacerlo y que hoy se enorgullecen. ¿O habremos de enseñar a nuestros hijos que no hay que hacer desaparecer personas, torturar o asesinar, salvo que deban hacerlo por miedo, cobardía o bajo amenaza? ¿Esa es la ética con que queremos celebrar el bicentenario?
Nada. En medio de tanta ambigüedad, en medio de tanto moralista de última hora, después de tanto intelectual que calló a la hora de defender a las víctimas y que ahora saca la voz para pedir clemencia para los victimarios, es mejor decirlo con total claridad: no es correcto conceder el indulto, ni particular ni general, a ningún violador de los derechos humanos.
A ninguno.
Desde luego —y a mucha distancia de los delitos comunes— las desapariciones, torturas y asesinatos ejecutados por agentes del Estado tienen una gravedad excepcional.
A diferencia de lo que ocurre con la violencia entre particulares —un homicidio, por ejemplo— en la violación de derechos humanos se tortura, mata o hace desaparecer adversarios sirviéndose de las instituciones estatales.
Así, la capacidad de abuso es incontrarrestable y la impunidad casi segura.
Fue lo que ocurrió en Chile y no debemos olvidarlo tan rápido. La dictadura usó el poder del Estado para torturar, desaparecer y asesinar personas y asegurar la impunidad de los victimarios. Los familiares de las víctimas en cambio —que debieron soportar por décadas la sorna y la burla de sus victimarios— acabaron recibiendo apenas un remedo de justicia.
El Estado, las instituciones públicas, los tribunales, la prensa, los políticos, los mismos que hoy arguyen a favor de la misericordia, por miedo, connivencia o motivos incluso peores, callaron.
¿Cómo podría ahora, ese mismo Estado, que no fue capaz de estar a la altura de sí mismo en esta materia, hacer de perdonavidas? El soberano —el Presidente de la República en este caso— sólo puede excepcionar el derecho cuando fue capaz de estar a la altura de él. Para que la misericordia pueda hacer excepción a la justicia, es necesario, previamente, haber hecho justicia.
Y no es el caso.
Hubo demasiada tardanza, largos años de impunidad, encubrimiento, pretextos, mentiras sostenidas por décadas, falta de reconocimiento, apoyo a los victimarios y silencio de las instituciones armadas, como para estimar que ha habido una justicia que merezca una excepción en base a la misericordia.
Pero —se dirá— ¿no habrá que oír a la Iglesia Católica que, ella sí, escuchó a las víctimas, enjugó sus lágrimas y les prestó consuelo?
Hay que oírla, por supuesto, pero sus acciones pasadas no obligan a nadie a admitir sus argumentos de hoy.
No cabe ninguna duda que la Iglesia tiene motivos para pedir el indulto (es cosa de recordar a Mateo 6, 14-15: “si no perdonáis a los demás tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas”). Pero esa no es una razón que deba admitir un Estado laico como el nuestro. En un Estado laico —un Estado que trata con igualdad a creyentes y no creyentes— el Presidente está obligado a buscar razones neutrales, que puedan ser admitidas por todos a la hora de ejercer sus facultades. Piñera, desde este punto de vista, no podría esgrimir su fe católica para conceder el indulto o ejercer cualquier otra de sus facultades. Sus facultades no le han sido concedidas para homenajear sus convicciones religiosas, sino para obrar a favor de los valores cívicos.
Sin embargo —se insistirá— ¿no habrá casos que merezcan una consideración especial, personas que obraron en cumplimiento de órdenes o que cometieron crímenes por miedo?
De todos los argumentos, quizá este es el más inaceptable. Obrar moralmente —explica Kant— consiste en actuar contra los impulsos, resistiendo las inclinaciones. Por eso al lado de los que cometieron crímenes por miedo, y que hoy día se avergüenzan, hubo otros que se negaron a hacerlo y que hoy se enorgullecen. ¿O habremos de enseñar a nuestros hijos que no hay que hacer desaparecer personas, torturar o asesinar, salvo que deban hacerlo por miedo, cobardía o bajo amenaza? ¿Esa es la ética con que queremos celebrar el bicentenario?
Nada. En medio de tanta ambigüedad, en medio de tanto moralista de última hora, después de tanto intelectual que calló a la hora de defender a las víctimas y que ahora saca la voz para pedir clemencia para los victimarios, es mejor decirlo con total claridad: no es correcto conceder el indulto, ni particular ni general, a ningún violador de los derechos humanos.
A ninguno.
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