lunes, marzo 05, 2012

¡Que se acabe el festival y que vuelva la fiesta! Cristián Warnken


¿Y qué queda de la realidad después de que se acaban de apagar los focos y se ha desmontado la escenografía de nuestro festival-farándula, ese rito nacional que nos acompaña desde la infancia?
Nada. No nos hagamos ilusiones: los acordes impecables de un trovador como Manuel García suenan como la música exiliada en un mar de telebasura. Pero no será sobre sus versos lúcidos y poéticos que seguirán hablando los opinólogos de turno, sino sobre la comparación de la gordura de la madre de un tenista con la de una alcaldesa, o sobre la histeria de algún astro internacional convertido en sombra patética de sí mismo.


La farándula es un monstruo que devora todo lo que quiera levantar el vuelo. Cuando la farándula se infiltra en la fiesta, no sólo la parasita, sino que termina por desnaturalizarla. Para justificar este parasitaje de la fiesta de la música por la farándula (su hermana fea, envidiosa y venenosa), los organizadores salen a la palestra a decir que como país "necesitamos más fiesta". Huele a tesis antropológica o sociológica para tapar alguna culpa. La culpa de condenar al país a vivir sumergido en las alcantarillas de lentejuelas.

Sí, es verdad que nos faltan fiestas colectivas. Y eso porque en los orígenes de la patria una
pacatería tonta demonizó a las fiestas auténticas, los carnavales creados en los arrabales, en las chinganas por el pueblo. Pero qué tristeza más feroz la de un país que tiene que contentarse con que los "productores de televisión" sean los que terminen creando un sustituto de la fiesta verdadera. Obispos y autoridades civiles decimonónicas, tristes e ignorantes, apagaron el fulgor de las celebraciones espontáneas que surgían en los barrios bajos y obligaron a las cuecas choras o bravas a refugiarse en los prostíbulos de mala muerte.

Y así Chile ha vivido entre el convento y el prostíbulo, castrado de la fiesta jubilosa, la que se
toma las calles a plena luz del día, como en Brasil. Aquí la alegría fue desterrada por peligrosa y subversiva, y la risa sabia fue reemplazada por el chiste de doble sentido, prefabricado para subir los puntos del rating . Nos quedaron las fondas llenas de curados en el piso, los "carretes" vacíos y autodestructivos de nuestros adolescentes hastiados, y el Festival de Viña del Mar, lo contrario de la fiesta vital y auténtica.

Y nos quedó la vulgaridad, que no tiene que ver con lo popular. Lo popular podrá ser "guachaca" - eso es otra cosa, de otro pelaje-, pero las auténticas raíces populares de Chile no son vulgares. Esta estética chabacana que se ha apoderado de la pantalla la alimentan los siúticos que huyeron de sus orígenes populares, o una parte de la clase alta en el fondo profundamente vulgar y que vive su vida hipócritamente entre el convento y el prostíbulo, y que le tiene un temor atávico a la fiesta.
De esa élite vienen los que dirigen y organizan la farándula: son los mismos que después aparecen en las fotos sociales de los diarios, van a la ópera y sólo escuchan a Bob Dylan. Ellos plantean que a la galucha hay que darle la chatarra y el vino litreado, pero ellos toman vino varietal, van a Nueva York a las exposiciones del Moma y escuchan ópera. Por eso, Chile tiene festival pero no tiene fiesta.

¿Y se puede vivir sin auténtica fiesta? Se puede sobrevivir, pero no vivir. ¿Qué pueblo sobre la faz de la tierra ha desarrollado una cultura fuerte y potente sin una fiesta que la identifique? ¿Qué sería de la creatividad y del arte europeo sin el legado carnavalesco? ¿Dejaremos, por pura inercia, por falta de imaginación, que este festival-farándula monocorde e inauténtico termine siendo el rostro de nuestra alegría, nuestro carnaval criollo?

Chile: ¡despierta de la modorra anestésica de la telerrealidad, e inicia la búsqueda de la fiesta perdida al fondo de tu imperdonable olvido de ser!