martes, enero 18, 2011

La sagrada familia. Myriam Verdugo

Esa llamada a las cinco de la mañana del 7 de marzo de 2004, esa voz ominosa que jamás quiero volver a escuchar y que me avisó del accidente de mi hijo, marcó un antes y un después en mi vida, en nuestra vidas.
Hacia seis años había muerto Manuel, padre de mis hijos, hombre al que además de amar admiraba. Como ser humano, al igual que yo y que todos y todas, tuvo luces y sombras en su vida, pero como líder sindical y político Manuel Bustos fue de los mejores. Se fue y quedamos mi amado hijo Manuel Francisco, mi princesa Andrea y mi mamá.


Sentimos soledad, miedo y la precariedad en que se debaten las familias en las que el sostén se va sin dejar patrimonio ni herencia, más que el recuerdo amoroso y el orgullo por un ejemplo de vida que pasó a formar parte de la historia del país, de una parte de la historia de Chile ,oscura, pero a la vez épica, por lo hombres y mujeres que con sus sueños e ideales de justicia lograron superar la noche de la dictadura militar.

Sentimos la inseguridad económica, pero la cercanía y el cariño de mis hermanos se levantaron como un manto protector para mí, mis hijos y mi madre. Seguimos caminando, cuidándonos, protegiéndonos y amándonos. Manuelito acabó la secundaria, entró a la universidad y se esforzó por ayudar. Su primer sueldo lo gastó en puros regalos para mí, su hermana y la “gueli”. A mí me regaló un par de botas, que aún tengo y con las que me quiero ir, cuando cierre mi paso por esta vida.

Pero esa maldita llamada rompió ese círculo de amor lindo entre los cuatro que seguíamos habitando en la casa que Manuel con tanto cariño buscó para nosotros, su familia. Esa llamada me hizo levantar, correr al hospital junto a Andreíta, con el credo en la boca: ¡”que esté bien Señor, que esté bien, que no sea nada, por favor Señor, te lo suplico, que no sea nada”.

Llegamos al hospital cuando recién lo estaban ingresando. Les había costado a los bomberos sacarlo del vehículo. Esperamos ¿cinco, diez, quince minutos? Sale un médico joven y pregunta

¿Quiénes son los familiares de Manuel Bustos?
Yo, digo con angustia, junto a Andrea y Charito, su hermana mayor.
“Lamento tener que informarle que Manuel falleció”. ¡No!
Mis piernas flaquearon, pero no caí.
¡Quiero verlo!
Señora no lo puedo impedir, pero no se lo recomiendo.
Hasta el día de hoy me debato en la duda: ¿debí verlo (sólo divisé sus piernas en la camilla, fuertes, gruesas, firmes) con su amado rostro destrozado o mejor sólo recordar su carita linda, su sonrisa, su dentadura perfecta? Jamás lo sabré.

No grite, no me desmayé, no me tiré los cabellos, pero jamás he superado el dolor no de no volver a verlo, de no sentirlo, de no poder acariciarlo. Era bello mi hijo, bello de físico y de alma.

En ese frío y sucio hospital nuestras vidas volvieron a cambiar. Lloré, lloré, lloré, me abracé a mi hija de tan sólo 11 años en ese momento y le dije ¡nos quedamos solas Andreíta, nos quedamos solas! No mamá, me contestó ese puntito, frágil. No estamos solas, está la abuelita, la tía Malva, el tío Gigi, el tío Darío y me abrazaba con fuerza, tomaba mi mano.

Cuando regrese de dejar su cuerpo junto al de su padre, subí a mi pieza y veo el crucifijo que junto a Manuel compramos. Quise romperlo, quise gritar “te odio, maldito, me quitaste a mi hijo”.

Viví mucho tiempo renegando, odiando, con rabia, pero hubo un momento en que sentí que no podía seguir así. Antes oraba, iba a misa no muy seguido, pero iba. Más sentí que ya no podía más, y que necesitaba ayuda. Y la encontré en alguien de la familia, de mi familia. Al menos así siento al padre Alfonso Baeza. Sin sus palabras, si su apoyo, sin su cariño, no habría podido salir de ese marasmo en el que me encontraba y con el cual afectaba a quienes me amaban.

Han pasado casi siete años, y sí, no estamos solas. Estamos con la abuelita, con la tía Malva, el tío Gigi, el tío Darío y la tía Eva. Hemos vivido en una verdadera rueda de la fortuna: un día más o menos, otros bien, otros mal, pero siempre hemos sabido que “nos tenemos”, que si uno cae, el otro lo levanta y así sucesivamente. Pero mi familia no es sólo la de sangre, es también la de aquellos y aquellas que siempre van a estar cuando el dolor, el miedo, la angustia nos acompañan.

Tras la partida de mi ángel me diagnosticaron cáncer. Esperable cuando cada noche me dormía llorando y pensando “quiero morirme”. Junto a mi entrañable amiga Sonia, recorrí el camino de saber que estaba enferma y preparar todo para mi operación sin que lo supieran mi mamá y Andrea antes de tiempo. Cuando me diagnosticaron volví a llorar, desesperadamente. Le dije a mi hijo “perdóname porque no me puedo ir, no puedo dejar a la Andreíta, perdóname hijo, pero no me puedo morir, no todavía”.

¿Por qué estoy aquí? Siento que tengo tareas. La primera mi hija por quien sigo luchando; porque siento que aún tengo algo que decir y hacer respecto a mi país y porque todavía tenga ganas de levantarme cada mañana para compartir con quienes siempre han estado en los muchos momentos difíciles que la vida nos ha deparado. A mi manera yo también tengo una sagrada familia, mi familia.