domingo, julio 18, 2010

Pobreza y política . Carlos Peña.

La encuesta Casen —trajo una mala noticia: los pobres aumentaron por primera vez en los últimos veinte años— plantea, una vez más, el viejo problema de las relaciones entre la economía y la política.
En estas materias el conservantismo y el progresismo, la derecha y la izquierda, siempre han tenido posiciones encontradas.
Una de las ideas conservadoras más acendradas —por ejemplo en la obra de Hayek— consiste en sostener que la vida social tiene un ritmo evolutivo que es mejor no alterar. Creer que un puñado de políticas sociales puede hacer el mundo más justo o menos pobre, es, dijo Hayek, una fatal arrogancia. El orden social evoluciona espontáneamente y es mejor, sugiere este punto de vista, que la política lo altere lo menos posible.

El progresismo, en cambio, siempre sostuvo que la tarea de la política era torcer el curso de lo espontáneo. El estado de bienestar —un conjunto de prestaciones garantizadas a los ciudadanos bajo la forma de derechos, según lo definió T.H. Marshall— podía corregir el tronco torcido del mercado. Creer que el orden social evoluciona en forma espontánea, dijo el progresismo, equivale a “naturalizar” los mecanismos de mercado independizándolos de la política.
Así entonces el conservantismo sugirió una intervención mínima y bien focalizada y el progresismo una intervención más bien amplia y de carácter universal.
El conservantismo tuvo en Chile su oportunidad durante la dictadura. Allí, durante diecisiete años, desde la educación a la salud se organizaron para evitar lo que Hayek llamaba la “fatal arrogancia”. El resultado al cabo de ese tiempo fueron casi cinco millones de pobres.

El progresismo por su parte —o, si se prefiere, la socialdemocracia— tuvo la suya durante los últimos veinte. La pobreza disminuyó a la mitad y sólo se incrementó, lo sabemos ahora, el último período.
¿Qué lecciones sacar de todo eso? ¿Quién ganó y quién perdió —desde el punto de vista político— a la luz de los resultados de la encuesta Casen?
Desde luego, no hay nada en la última encuesta Casen que ponga en cuestión el modelo de protección social (esa forma morigerada de estado de bienestar) de los últimos años. Salvo quienes piensan que las prestaciones sociales privan a la gente de incentivos para trabajar —contribuyendo así a incrementar la pobreza en vez de a disminuirla—, no parece haber nadie que vea razones para torcer el curso de las políticas sociales. El modelo progresista, por llamarlo así, sigue en pie.

Sin embargo, no cabe duda que la forma de ejecutar ese puñado de políticas —con qué eficiencia, con cuál rigor, con qué escrúpulo— debe ser materia de un examen detenido y nadie debe ofenderse por eso. Piñera tiene todo el derecho de someter a examen lo que —a la luz de esas cifras— hizo el gobierno de Michelle Bachelet. La actitud crítica en esta materia es indispensable para la buena salud de los asuntos públicos. ¿Que un debate como ese puede politizar el tema de la pobreza? Sin duda, pero de eso se trata.
El progresismo, o la socialdemocracia, al revés de Hayek, siempre han creído que el tema de la pobreza es una cuestión política.

Tampoco es motivo de alarma que al interior del progresismo ese debate se plantee. Después de todo, y si se mira con cuidado, dentro del progresismo hay también quienes a la hora de escoger entre los extremos de Hayek o Marshall prefieren a Hayek. En la Concertación también hay quienes tienden a naturalizar el orden de mercado y es indispensable examinar si ellos, por la vía de hacer más flojas las políticas sociales, contribuyeron a las cifras Casen. Este es un contrafáctico de difícil solución (qué habría pasado si…) pero puede dar una oportunidad para debatir si es la técnica, o en cambio la política, la que provee de razones definitivas para gobernar.
Y todo este debate ayudará a no olvidar que, al final del día, el éxito o el fracaso de la política se miden por su capacidad para hacer del mundo un lugar más justo y a la gente más segura y menos pobre.