domingo, julio 18, 2010

La grieta política que abrió la encuesta Casen. Ascanio Cavallo.

La noticia del aumento de la pobreza mostró a un gobierno dividido en lo táctico -¿golpear o no a Bachelet?-, pero en la Concertación reabrió una división estratégica que se mantuvo bajo control mientras permaneció en el poder. ¿Qué ocurrirá ahora que no lo tiene?
¿Cuándo comenzó en Chile la contabilidad de los pobres? Oficialmente, la métrica de la pobreza entró a la política local en la campaña del plebiscito de 1988, cuando la Concertación descubrió que, después de 15 años de régimen militar, los pobres eran más de 4,5 millones, cerca del 40% del total de los chilenos. La cifra se metió con fuerza en la campaña del No y se convirtió en uno de los pocos temas "estadísticos" de la franja de propaganda televisiva.
Por 20 años, la disminución de los números y los porcentajes de la pobreza y la indigencia fueron un estandarte de la Concertación, no sólo frente a la derecha, sino sobre todo en sus discusiones internas. Por eso, los resultados de la encuesta Casen son mucho menos un golpe político de ocasión -como creyó el gobierno durante unas horas- que una bomba de profundidad con efecto retardado.
La singularidad de la encuesta es que, midiendo el lapso transcurrido entre 2006 y 2009 -todo el gobierno de Michelle Bachelet, menos sus seis meses iniciales y los cinco finales-, muestra por primera vez en 20 años un aumento de la pobreza y la indigencia de 1,4 punto, equivalente a más de 350 mil personas.

No son pocos en el gobierno los que creyeron ver la oportunidad que buscan desde marzo: castigar a la administración Bachelet y dañar la porfiada popularidad de la ex presidenta justo donde más le podría doler. El proyecto central del gobierno Bachelet, la red de protección social, mostraría sus forados.
Según los datos recogidos por el equipo de La Tercera, el lunes por la noche, con la encuesta Casen en mano, el ministro de Mideplan, Felipe Kast, se reunió con seis parlamentarios oficialistas para discutir el enfoque público de los resultados. Se planteó allí, como ha ocurrido en todos los temas y todos los espacios del gobierno, la misma disyuntiva: utilizar la información para atacar a Bachelet o dejar que los números hablasen por sí mismos.
Kast dijo esa noche que el gobierno no tenía interés en concentrarse en Bachelet, pero algunos parlamentarios insistieron en que al menos, debía vincularse el fracaso de algunos programas sociales con la corrupción, siguiendo la línea de la campaña presidencial.

Aunque se entendió que el gobierno dejaría la ofensiva antibacheletista a cargo de los parlamentarios, el martes, un discurso del Presidente y una intervención posterior de la ministra Ena von Baer poniendo el acento en la corrupción, cambiaron el eje táctico y sorprendieron a los propios congresistas que estaban en el secreto. Al mismo tiempo, motivaron la salida masiva de la Concertación en defensa de las políticas sociales de sus gobiernos. Y acto seguido, la advertencia de otros parlamentarios de gobierno (Longueira a la cabeza) de que no convendría politizar la discusión.
Es posible que estas idas y venidas hayan terminado por configurar lo que se venía intuyendo: que, en relación con el "problema" Bachelet, hay en el gobierno un ala de "halcones", encabezada por el ministro Rodrigo Hinzpeter, y un ala de "palomas", donde se alinean Kast y otros ministros. Y que entre ambas se mueve -por no decir oscila- el Presidente. Ya convencido de que las cifras tendrían su propia elocuencia, el miércoles se presentó en una inusitada cadena nacional de televisión, para definir el problema de la pobreza como un asunto de unidad nacional.
Las razones para desistir del empleo agresivo de la encuesta Casen no fueron sólo tácticas. Por malos que sean sus resultados, el gobierno de Bachelet siempre podrá decir que la crisis financiera del 2009 incrementó la pobreza en todo el mundo y que la conducción de la economía chilena impidió que la situación del país fuese aun peor. Y tendría otras cifras macro para lucir, todas las cuales elevaron el nivel de calificación internacional de la economía chilena.

En esas condiciones, centrar el debate en el aumento de la pobreza arrojaría dudosos dividendos locales y, los dos días del "Chile day" en Wall Street y en medio de los elogios europeos a las certidumbres de las economías latinoamericanas (encabezadas por Chile), pésimos dividendos externos.
Además, la agitación de la pobreza tendría que situarse en los márgenes (1,4% de aumento sobre el 13,7), una situación enteramente diferente de la que tuvo la Concertación con el 40% de comienzos de los 90. Peor aún, podría terminar poniendo el foco en el salario mínimo, cuyos incrementos negociados en la semana previa -como advirtió la investigadora Andrea Repetto- no tendrían la capacidad de reducir la pobreza.
Y, por fin, podría significar también un disparo en los pies. Los ministerios sociales del gobierno saben que la pobreza sufrió otro salto con el terremoto de febrero, que aún no está medido y que tomará algunos años de recuperación. Podría ocurrir que para el 2014, al final del gobierno y con la siguiente Casen, los números no sean tanto mejores que ahora.

Pero si el gobierno se divide en lo táctico, la discusión sobre la pobreza introduce en la Concertación una división estratégica.
Ella se venía insinuando en las acusaciones del ex ministro Francisco Vidal en contra de su compañero de gabinete Andrés Velasco, a quien partió culpando de la derrota electoral y ha seguido atribuyendo la pérdida de encanto de la coalición caída. Es una idea que agrada a un sector amplio de la Concertación, porque atenúa sus propias responsabilidades respecto de lo que ocurrió en las elecciones.
Vidal hace con Velasco lo que Marco Enríquez-Ominami hizo con Camilo Escalona durante la campaña: personalizar la crítica y el fracaso, la profecía y su ejecución. La única persona que podría zanjar esta discusión es la ex Presidenta Bachelet. Pero es improbable que lo haga; primero, porque no querrá enredar su popularidad con un debate ingrato (como le pasó a Escalona) y luego, porque probablemente sienta que la supervivencia de la Concertación depende de que gente como Vidal no emigre hacia otros grupos.
Lo cierto es que Vidal y el diputado Gabriel Silber firmaron un documento conjunto con el senador Guido Girardi, el dirigente del PS Gonzalo Martner y el ex senador Carlos Ominami, que culpa al "neoliberalismo" y a "autoridades económicas arrogantes" de un crecimiento de la pobreza "que no era inevitable". Esto ocurrió el martes, en las mismas horas en que el ex ministro Sergio Bitar coordinaba con la ex ministra Clarisa Hardy la estrategia de defensa de la gestión de Bachelet.

No es fácil, ni conceptual ni políticamente, separar al "neoliberalismo" de los presidentes que encabezaron esas políticas (Bachelet, Lagos, Frei), ni menos de las autoridades "arrogantes" que cada uno tuvo a cargo de la economía (Velasco, Eyzaguirre, Aninat). La dificultad esencial de decir ahora que se estuvo en desacuerdo es por qué el disenso no se expresó en el momento adecuado.
Con todo, esa dificultad no oscurece lo central: con su documento del martes y las airadas reacciones que suscitó en el resto de la Concertación, Vidal, Girardi y los otros firmantes inauguraron una versión remozada, una versión 2.0, de los "autoflagelantes" de 1998, donde ya estaban Ominami y Martner. En breve: los que creen que se pudo hacer más, a condición de cambiar las reglas heredadas.
El significado inmediato de esto es que la encuesta Casen reabrió en la Concertación la grieta con la que ha convivido por más de una década y que consiguió mantener controlada mientras permaneció en el poder. ¿Qué ocurrirá ahora que no lo tiene?
Una cosa se puede anticipar: el discurso "autoflagelante" tiene un aire tan trasnochado como el "autocomplaciente". Denunciar los errores de los que se fue parte es igual de inicuo que defender los mismos u otros errores. El debate entre las dos almas envejece a velocidad mayor que sus protagonistas. Extenúa. Aburre.
Pero esto puede despejar en forma inesperadamente temprana el principal dilema de la Concertación. Ahora parece claro que para reconstruirse tendrá que incorporar una dimensión autocrítica, ya no sobre su renovación generacional o su repertorio programático o sus candidatos presidenciales, sino más bien, sobre su manera de hacer las cosas. El tipo de autocrítica que, por no tenerla, le ha impedido a Rajoy devolver el poder a la derecha en España y que, por tenerla, le permitió a Tony Blair ganarlo para el laborismo en el Reino Unido.