MALA EDUCACIÓN. Andres Rojo
Uno de los síntomas de la inmadurez de nuestra sociedad es el hecho que los medios de comunicación tienden a tomar un tema –por lo general, poco substancial para el progreso del país- y repetirlo, machacarlo, hasta agotarlo sin que se logre una conclusión clara.
El mejor ejemplo de ello es lo ocurrido en estos días, con la visita a La Moneda de la selección nacional de fútbol y el no saludo entre el Presidente de la República y el Director Técnico del equipo, con una solución final que no resuelve el fondo del asunto, que es el respeto o irrespeto a las instituciones republicanas por parte de ambos.
Mirando el asunto con la mayor ecuanimidad posible, a ambos les es posible reprochar errores, pero el problema real y que no se ha debatido es el hecho de que cualquier autoridad, de cualquier naturaleza, tiene un rol educador hacia el resto de la sociedad, que tiende a imitar y a considerar como válidas sus conductas. El raciocinio es “si el Presidente -o cualquier otra autoridad- puede hacer tal cosa, cualquiera puede hacer lo mismo porque es aceptable”.
Esta dimensión de la responsabilidad de un personaje público es un asunto que habitualmente no se toma en cuenta, lo que constituye un nuevo error porque habitualmente se evalúan las actitudes de estas personas de acuerdo al impacto en el nivel de adhesión ciudadana hacia su persona y no respecto a las consecuencias de sus actos.
Esto significa, finalmente, legitimar que no es la moralidad o rectitud de las actuaciones lo que prevalece, sino su efectividad, de acuerdo a los objetivos particulares de cada persona y aunque este aspecto es un asunto que tiene importancia en un plano doméstico, es indudable que tiene aún mucha más significación cuando se trata de autoridades cuyos actos son magnificados por los medios de comunicación y cuentan siempre con adherentes que ayudan a legitimar y explicar su comportamiento, sumándose al esfuerzo por obtener los objetivos compartidos.
Es cada vez más infrecuente encontrar personajes públicos que sean destacados por la rectitud de su proceder, así como a personas que evalúen sus actos por la vara del impacto positivo que puedan provocar en el resto de la sociedad. En la medida que se sigan valorando las bravuconadas en lugar de la educación en las relaciones entre las personas, es difícil suponer que la gente tenga la posibilidad de formar un criterio que les permita distinguir entre los comportamientos que merecen ser imitados y los que ameritan la reprobación ciudadana.
El mejor ejemplo de ello es lo ocurrido en estos días, con la visita a La Moneda de la selección nacional de fútbol y el no saludo entre el Presidente de la República y el Director Técnico del equipo, con una solución final que no resuelve el fondo del asunto, que es el respeto o irrespeto a las instituciones republicanas por parte de ambos.
Mirando el asunto con la mayor ecuanimidad posible, a ambos les es posible reprochar errores, pero el problema real y que no se ha debatido es el hecho de que cualquier autoridad, de cualquier naturaleza, tiene un rol educador hacia el resto de la sociedad, que tiende a imitar y a considerar como válidas sus conductas. El raciocinio es “si el Presidente -o cualquier otra autoridad- puede hacer tal cosa, cualquiera puede hacer lo mismo porque es aceptable”.
Esta dimensión de la responsabilidad de un personaje público es un asunto que habitualmente no se toma en cuenta, lo que constituye un nuevo error porque habitualmente se evalúan las actitudes de estas personas de acuerdo al impacto en el nivel de adhesión ciudadana hacia su persona y no respecto a las consecuencias de sus actos.
Esto significa, finalmente, legitimar que no es la moralidad o rectitud de las actuaciones lo que prevalece, sino su efectividad, de acuerdo a los objetivos particulares de cada persona y aunque este aspecto es un asunto que tiene importancia en un plano doméstico, es indudable que tiene aún mucha más significación cuando se trata de autoridades cuyos actos son magnificados por los medios de comunicación y cuentan siempre con adherentes que ayudan a legitimar y explicar su comportamiento, sumándose al esfuerzo por obtener los objetivos compartidos.
Es cada vez más infrecuente encontrar personajes públicos que sean destacados por la rectitud de su proceder, así como a personas que evalúen sus actos por la vara del impacto positivo que puedan provocar en el resto de la sociedad. En la medida que se sigan valorando las bravuconadas en lugar de la educación en las relaciones entre las personas, es difícil suponer que la gente tenga la posibilidad de formar un criterio que les permita distinguir entre los comportamientos que merecen ser imitados y los que ameritan la reprobación ciudadana.
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