domingo, julio 11, 2010

El caso Prats: centro y periferia, lágrima y alivio. Ascanio Cavallo


Treinta y seis años demoró la justicia en esclarecer el episodio más representativo de los niveles de psicosis pura y dura que vivió nuestro país durante los años 70.
La sentencia de la Corte Suprema en el caso Prats puso fin definitivo a uno de los mayores magnicidios de la historia de Chile. Confirmó lo que se sabía desde comienzos de los años 80: que el crimen del ex comandante en jefe del Ejército y de su esposa fue planificado y ejecutado por la Dina. Y dio un paso más: por primera vez declaró a este organismo como "asociación ilícita", tal como antes lo hizo con la Dicomcar de Carabineros.
Sólo que en este caso la asociación ilícita fue creada por un decreto ley (secreto) y con mando directo del entonces comandante en jefe, Augusto Pinochet, quien la alentó y protegió hasta cuatro años más tarde, cuando la investigación de otro crimen, el de Orlando Letelier, la volvió insostenible.

El Ejército reaccionó ahora con una severidad desconocida y también histórica: repudió a los partícipes del asesinato, "y especialmente a los militares que lo consumaron", los declaró violadores de los principios de la institución y separó drásticamente a sus miles de integrantes de la "infamia" de los otros. Si esto no es una degradación pública, cuesta imaginar qué podría serlo.

Los 36 años que demoró la justicia chilena en establecer lo que ya habían esclarecido los periodistas en 10 años y la justicia argentina en 20 hablan menos del proceso que de las enervantes condiciones en que debió desarrollarse. En el centro de esa crispación había una duda flamígera: ¿Pudo un comandante en jefe ordenar el asesinato de su antecesor, un hecho que no tendría precedentes en la historia política y militar de Chile?

Ante esta pregunta, muchos de los generales de los años 70 negaron o callaron por lealtad, por cobardía o porque simplemente era algo inconcebible. Los oficiales que ascendieron al máximo rango en la segunda mitad de los 80 -conociendo ya los estilos de la Dina y los detalles del asesinato de Letelier- llegaron silenciosamente a la conclusión de que tal crimen era impensable sin el conocimiento de Pinochet. Sus sucesores, en los 90, ya habían hecho la pérdida: de la Dina, primero, y del veterano general, más tarde.

Las instituciones tienden a defenderse más allá de la razón.

El asesinato de Prats y su esposa fue siempre un acto de psicosis pura y dura. El día del golpe de Estado de 1973, otros dos jefes militares fueron derrocados de facto: el almirante Raúl Montero y el general de Carabineros José María Sepúlveda. Aunque ambos eran tanto o más sospechosos que Prats de "blandura" con Allende, ninguno de ellos fue asesinado. Otros generales y almirantes que actuaron como ministros de Allende recibieron ministerios y embajadas después de su destitución. ¿Por qué estos "perdonazos"? ¿Unos eran leales y el otro traidor, o uno era leal y los otros infiltrados?

Prats marchó a un exilio voluntario en Argentina y no fue sólo vigilado, sino cercado en una trampa invisible, con la negativa de Santiago para renovarle el pasaporte y permitirle dejar al que la guerra entre la Triple A y los Montoneros había convertido en uno de los países más peligrosos del mundo. Prats fue literalmente cazado por una Dina omnímoda, cuyo jefe, el entonces coronel Manuel Contreras, tenía más poderes que todo el cuerpo de generales. Sería ridículo pretender que los altos oficiales desconocían esta anomalía. Y más tonto que ignoraban que su origen estaba en el general Pinochet.

Y entonces, ¿tenía sentido asesinar a Prats? Cuando le anunció su salida hacia Argentina, Pinochet le exigió una declaración por televisión, con el argumento de que los generales no le permitirían que lo autorizara. Produjo con ello uno de los momentos más tristes de la historia del Ejército chileno.

Pero aun si el motivo esgrimido fue cierto en septiembre de 1973, no lo era un año después. Y sin embargo, los aparatos de inteligencia insistían en que Prats constituía una amenaza por su ascendiente sobre oficiales más jóvenes -¿qué significaría eso: un golpe dentro del golpe?-, y creían ver en cada salida del matrimonio en Buenos Aires el nuevo paso de una conspiración.

La pregunta siguiente es si el delirio político de aquellos años condujo a unos cuantos hombres a razonar de manera desquiciada, o si estos hombres tenían ya la propensión al protagonismo en la violencia. Al fin, ¿qué fue la Dina? ¿La demencia de un puñado de sujetos, la paranoia de un líder aterrado, la sombra vengativa de un momento histórico, el subsuelo de una sociedad quebrada?

Para los juristas queda la discusión sobre las rebajas de penas decretadas por la Suprema, y en especial la de la figura de la "media prescripción" cuando se trata de crímenes definidos como imprescriptibles.

Y para las hermanas Prats Cuthbert, ese descanso silencioso, privado y nocturno que se reserva a las víctimas de injusticias que, más allá de las condenas y los victimarios, las separaron por tantos años de la institución a la que siempre pertenecieron con o sin voluntad. El tipo de descanso que es lágrima y alivio.