La élite y el caso Prats . Carlos Peña
Lo más relevante de la sentencia que puso término al juicio por el asesinato del general Prats no es la condena por homicidio. Ninguno dudaba de la autoría de ese crimen. Así que eso no es lo más notorio.
Lo más notorio es la condena por asociación ilícita.
La Corte Suprema consideró que Contreras y otros miembros del Ejército se asociaron para silenciar, mediante la ejecución de delitos, a los opositores, reales o supuestos, de la dictadura con el fin de evitar que tambaleara.
Nada menos.
La sentencia de la Corte equivale a mirar a la dictadura de Pinochet y reconocer que se sostuvo echando mano al crimen. Desde temprano, y al abrigo de las estructuras del Ejército, con sus uniformes y sus jerarquías, se organizó una pandilla de maleantes para acechar primero y matar después a quienes, como el general Prats, se les antojaba pudieran oponerse al régimen.
La declaración de la Corte Suprema desmiente así una de las coartadas más recurrentes entre los partidarios de la dictadura: que se trató de excesos, que un conjunto de funcionarios, por propia iniciativa, y en medio del desorden de esos años, acabó traspasando los límites.
No era así.
Ahora sabemos -lo declara la Corte- que cuando, convertidos en despojos humeantes, Prats y su mujer saltaron por los aires, ya había una estructura que se había asociado para, mediante el crimen, consolidar al régimen. Esa asociación ilícita -relata la Corte- operó desde fines de 1973 y "planeó la eliminación física del General Prats porque resultaba peligroso según su visión para la permanencia del Gobierno Militar en Chile".
En otras palabras, el régimen nació provisto de una estructura criminal que, desde muy temprano, poseyó reglas, rutinas, espíritu de cuerpo y un amplio acceso al Estado que le permitió actuar hasta mucho tiempo después del crimen de Prats, con casi total impunidad. Allí donde se decía que no había más que excesos, hubo -en cambio- una cuidada planificación.
¿Qué pudo ocurrir para que en medio de la sociedad chilena una partida de criminales como esa pudiera prosperar en las sombras, cometer una y otra vez crímenes, pasearse por aquí y por allá, y ni la prensa ni los tribunales ni casi nadie, durante más de una década, dijera nada que fuera siquiera parecido a una alarma o una denuncia?
La ignorancia que muchos alegan no es plausible. Quienes pertenecían a la élite de derecha de esos años, a los grupos de mayor acceso cultural y social, y para qué decir la prensa, los intelectuales y los propios militares, pudieron perfectamente enterarse. La Iglesia Católica -que en esa época se inspiraba en la parábola del buen samaritano- lo sabía todo y lo denunciaba a los cuatro vientos.
No fue entonces la ignorancia lo que les impidió ser críticos e indignarse.
Sólo queda como explicación la connivencia o la cobardía.
Y de esas dos explicaciones una es vergonzosa -la cobardía-, pero la más problemática es la connivencia. Los sectores que entonces pertenecían a la élite -a esas minorías que acceden a los bienes escasos del prestigio y del poder- toleraban esos crímenes porque, para sus adentros, lo consideraban el precio indispensable a pagar por el orden y la modernización. Por eso huían de las parroquias que denunciaban los abusos y preferían el sosiego de las iglesias más intimistas; aplaudían los logros económicos del régimen y hacían la vista gorda con todo lo demás.
La Corte Suprema acaba de condenar a los asesinos del general Prats, y la justicia debe estimarse cumplida. Pero sigue pendiente un asunto que ninguna declaración o ceremonia puede apagar, una pregunta que no se relaciona con la justicia, sino con la calidad de nuestra vida ética: ¿por qué en esos años la élite no estuvo a la altura de los ideales morales que suele declarar? ¿Por qué la tradición que le gusta cultivar no le evitó la cobardía?
Porque lo que la sentencia de la Corte vino, para nuestra desgracia, a recordarnos, es eso: que nuestra historia política se pareció, durante muchos años, a una partida entre criminales, connivientes y cobardes.
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