Se ha desatado un álgido debate en torno a la propuesta de fideicomiso voluntario planteada por Sebastián Piñera. A mi modo de ver, la cuestión principal no estriba necesariamente en el patrimonio financiero que pueda tener un candidato, sino en el evidente conflicto de interés que se deviene de la administración del mismo, cuando su dueño podría acceder a un importante cargo político. Desde esta perspectiva, y reconociendo que constituye un avance, la formula presentada adolece de severas insuficiencias.
En primer lugar, aquella parte de sus negocios que administrarían cuatro reputadas instituciones financieras, sólo comprende las operaciones vinculadas a sociedades anónimas abiertas. Nada se dice en la propuesta, por ejemplo, de los negocios relacionados con las otras sociedades que no están sujetas a la regulación de las Superintendencia de Valores y Seguros; las que, según fuentes cercanas al mismo candidato, ascienden a más de la mitad de su fortuna. En este sentido, el anuncio no es sólo parcial, sino también poco transparente.
A continuación, se trata de un acuerdo jurídico entre privados, el que obviamente es modificable, incluso rescindible, por el sólo consentimiento de las partes. La urgencia de aprobar una Ley de Fideicomiso Ciego, o cualquier iniciativa legal semejante, estriba justamente en la necesidad de dar garantías públicas de la irrestricta e irrevocable separación entre la función estatal y la administración de los negocios privados. Es en ese contexto, y no necesariamente en el destacado por la prensa esta semana, que las redes personales y profesionales que mantiene Piñera con quienes administrarán una parte de sus operaciones comerciales sigue siendo un problema.
Pero la cuestión más delicada atañe a la administración de aquellas empresas que el candidato de la oposición no ha querido delegar, incluso en el evento de que alcance la primera magistratura. Así por ejemplo, y con motivo del advenimiento de la democracia, se generó un gran consenso en torno a lo nefasto que significaba que un gobierno controlara un medio de comunicación masivo. Por lo mismo, y en forma muy temprana, se aprobó una ley que regulaba la televisión pública, a través de un directorio pluralista y que daba garantías a todos los sectores políticos del país. ¿Acaso no se pone en duda todo el sentido de ese esfuerzo, frente al hecho de que un candidato –para que decir un eventual Presidente de la República— sea dueño de Chilevisión?
Peor todavía, si revisamos los contenidos de un informe del Centro de Estudios Públicos (CEP), elaborado por el abogado Lucas Sierra —"Reforma Legislativa de la Televisión ante el Futuro Digital: Un paso adelante, uno atrás"—, son groseros los conflictos de interés que se derivarían de la aprobación de un proyecto de ley sobre la televisión, actualmente en trámite en el Congreso, cuya probable discusión se dará en el próximo gobierno.
Si además sumamos la excepción de Colo Colo, hoy Blanco y Negro S.A., es inevitable el símil entre Piñera y Berlusconi. Ambos personajes guardan varias similitudes. La más notoria, como alguna vez editorializó The Economist, es que confunden el estar a favor del mercado (pro market) con el estar a favor de los negocios (pro business). Mientras el candidato de la derecha siga sin entender que no se puede pretender influir o decidir sobre cuales son las reglas o procedimientos por los cuales se regirán ciertas actividades y, al mismo tiempo, servirse de esas reglas en beneficio propio, ni ésta ni cualquier otra propuesta resultarán satisfactorias.
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