lunes, abril 23, 2007

Mensaje: La sociedad de la desconfianza Gregorio Angelcos ..Aporte de R. Impacto.

Aspirábamos a una sociedad basada en la confianza, constructora de amistad y sentimientos positivos, una cultura relacionadora y creativa, donde era indispensable delegar confianza en el otro para dejarlo hacer uso de sus capacidades creativas respetando su libertad. Pero nos legaron un país diferente, y nuestros administradores transitorios permitieron que las lógicas del régimen militar evolucionaran en un marco democrático con absoluta fluidez. La dictadura militar marcó con su sello el proceso democrático posterior, instalando una lógica de la desconfianza frente al ciudadano común y corriente. Multiplicó la vigilancia en las calles, penetró a través de sus organismos de inteligencia el tejido social, y cercó a nuestra sociedad con una normativa de controles como si se tratase de un campo de concentración. Las principales ciudades de nuestro país están segmentadas en múltiples espacios cerrados con alambre de púa invisible a una percepción racional más objetiva, pero que ya están asumidos en el inconsciente colectivo como formas “naturales” de la convivencia cotidiana. Se trata simplemente de un conjunto de mecanismos de control y vigilancia integrados a nuestro modo de vida cotidiano. Desde Estación Central hasta Vitacura, o desde Huechuraba hasta San Bernardo, en los cuatro puntos cardinales de nuestra ciudad, el poder económico ha ido construyendo un ejército de guardias privados que intervienen en parte importante de nuestras funciones sociales que realizamos cada día. Y el proceso no se detiene. Al principio, fueron los bancos y empresas financieras, donde era casi “normal” cruzarse en medio de la tramitación de algún compromiso financiero o tributario, con un sujeto vestido de uniforme, de escaso lenguaje, con una luma y un revólver como parte de su indumentaria. Un personaje inventado por militares en retiro, quienes a partir de su experiencia en alguna rama de las Fuerzas Armadas, urdieron la idea de conjugar un suculento negocio con la seguridad cotidiana, así nacieron las empresas de este rubro macabro por su naturaleza y su función: tratar al ciudadano con la debida distancia y desconfianza en su relación con el mundo del dinero. Pero el fenómeno no se detuvo ahí, y bajo variadas formas de presentación este nuevo oficio se multiplicó como un hongo silvestre por cadenas de supermercados, farmacias, tiendas de vestuario y un sinnúmero de otras actividades comerciales. Quien va hoy día a un mercado persa, o visita barrios populares como Franklin, la Vega Central, o entra a un recinto a comprar un boleto del Kino, se encontrará con la misma y reiterada imagen de entrada: un guardia o vigilante dispuesto a agredir por un movimiento de una persona que pudiese parecerle sospechoso. Como la discriminación y la exclusión están instaladas en el modelo como sustrato de su cultura, los primeros en caer en desgracia son los ciudadanos de menores ingresos, que a la “vista” de estos gendarmes son fácilmente identificados por la pobreza de su vestuario, por el escaso dominio de las “tecnologías” incorporadas para darle mayor eficiencia a la prestación de servicio, o finalmente, por un tema estético: rasgos faciales, barbas que les resultan disfuncionales con la propaganda mediática, que marca tendencia respecto de cual debería ser la “presentación personal” de un ciudadano de “bien”. Miles de ciudadanos son objeto de seguimientos al interior de los centros comerciales porque despiertan sospecha entre estas “autoridades” de facto, y aunque es honesto reconocer que se producen robos habituales en algunos de estos lugares, “la política” de control y vigilancia no discrimina entre consumidores y delincuentes, la barrera es muy sensible, y suele caer en revisiones y maltratos físicos y o sicológicos. Pero la experiencia no queda acotada a los espacios descritos, en los recintos del aparato del Estado, tales como Ministerios, Servicios Públicos, Bibliotecas, además de municipios, la experiencia se reproduce y se multiplica y hace que el negocio sea cada vez más próspero; mientras algunos amasan fortunas con la seguridad, el ciudadano queda cada vez más desprovisto de un derecho esencial, como es su libertad individual. A estas alturas, hasta los bares y discotecas de “mayor pelaje” contemplan dentro de su política de empleos, unos cuatro o cinco guardias dispuestos a reprimir frente a un mínimo síntoma de desorden. Es que sin darnos cuenta nos han impuesto un sistema esquizofrénico en su lógica, los que tienen algún patrimonio que proteger entienden que es indispensable recurrir a este hábito prepotente de la vigilancia. Pero el fenómeno no se detiene en el uso de “recursos humanos”, la intervención de los sitios públicos y privados con cámaras de seguridad son un complemento tecnológico adecuado y complementario. Mientras una delicada señorita escoge en una tienda algunas prendas de vestuario, está siendo grabada como todos los que ingresan al mismo recinto; cintas que son posteriormente revisadas, clasificadas y guardadas como archivos de información de la empresa en cuestión. Lo mismo ocurre en las calles principales de nuestra populosa ciudad, mientras miles de personas transitan por el paseo Ahumada están siendo registradas por las cámaras instaladas sobre los postes del alumbrado eléctrico. En síntesis, nuestras vidas son objeto de interés de un gigantesco documental que producen los creadores de estos nuevos mecanismos de control. Pero la paranoia crece, y cuando una persona se aproxima a una caja para cancelar un consumo o pagar un servicio, los funcionarios previamente instruidos alzan los billetes para situarlos al trasluz y verificar que tienen impreso el sello de agua y por tanto son verdaderos; en otros espacios de mayor capacidad económica, los cajeros disponen de una máquina para revisarlos. Este ejercicio instalado en el desempeño del rol se realiza en un banco, una tienda de calzado, una carnicería o una botillería, siempre el que dispone de la atención del servicio parte del presupuesto que el consumidor es un potencial sospechoso. De esta manera, el rango de lo seguro requiere de diferentes formas de control, y donde el “enemigo interno” es el ciudadano que no dispone de poder alguno para hacer respetar sus derechos o al menos su dignidad frente a estas conductas agresivas. Por estas y otras múltiples razones nuestra convivencia es fría, apática y distante. Las relaciones humanas se hacen cada vez más tensas, y cada cual trata de salvar su “pellejo”, sin importarle, en gran medida, el destino cotidiano del otro. Los controles actuales en nuestra sociedad van cada día en aumento, me viene a la memoria, la información que poseen las casas comerciales sobre los ingresos familiares, el DICOM, la clasificación que se hace de los consumidores en razón de su domicilio y comuna en la que habitan. Un rastreo con mayor rigor investigativo podría entregarnos más elementos de juicio, como por ejemplo, el seguimiento que se hizo a los dirigentes de los pingüinos por parte de agentes de inteligencia del Estado, para dotarse de un perfil político, social y cultural de estos últimos. La realidad está intervenida, vivimos en una sociedad de la desconfianza, donde se intenta reducir cada vez más, la ley penal. Por tanto, vivimos en una sociedad determinada por un modelo que niega en su esencia ciega e integrista, el respeto del otro, anula la solidaridad, y destruye las relaciones de cooperación entre iguales. No es este el modelo al que aspirábamos cuando derrotamos a la dictadura, soñábamos con una democracia plena que alcanzase al conjunto de la sociedad, y que incluyera a todos los ciudadanos en condiciones de equilibrio e igualdades relativas. No deseábamos una sociedad que castiga y fustiga, una sociedad que privilegia el maltrato y regula a través de la gestación del temor. Por el contrario aspirábamos a una sociedad basada en la confianza, constructora de amistad y sentimientos positivos, una cultura relacionadora y creativa, donde era indispensable delegar confianza en el otro para dejarlo hacer uso de sus capacidades creativas respetando su libertad. Pero nos legaron un país diferente, y nuestros administradores transitorios permitieron que las lógicas del régimen militar evolucionaran en un marco democrático con absoluta fluidez. En el reconocimiento de esta contradicción, lo sano es rebelarse, atacar desde sus cimientos un modelo cultural deshumanizado, acrítico, donde subyacen estas perversidades que niegan las cualidades positivas del ser humano. Estamos frente a una deshumanización que es necesario corregir para recuperar la confianza en nosotros mismos, y el camino principal es la desobediencia civil y la ruptura del orden actualmente establecido.