Resistir con libros usados. Por Cristián Warnken
Cuando perdemos todo, nos quedan los libros.
Ha muerto en París, a los 98 años, el librero Georges Whitman, el dueño de "Shakespeare and Company", 37 rue Bucherie. En un rincón cerca del Sena, a pasos de la iglesia más antigua de París, Saint Julien le Pauvre, funciona hace 70 años esta librería de libros ingleses usados. "Librería de viejo", donde siempre encontramos una novedad. Porque-como dijera el editor español Jacobo Siruela- de lo que se trata es de leer con ojos nuevos lo antiguo, y no con mirada gastada lo nuevo, como lo están haciendo hoy los opinólogos y expertos que manejan el mundo.
Hay librerías que son templos, lugares sagrados donde los lectores compulsivos llegamos a cualquier hora a buscar nuestra dosis de poesía, novela o historia a la vena.
Los lectores somos los eternos mendigos, los clochards de un absoluto que nos huye
(por eso leemos sin tregua), los que dejamos el mundo para dormir bajo los puentes,
porque los libros son puentes y la "Shakespeare and Company" es un puente invisible
sobre el Sena. Las bolsas de valores en Europa y el mundo caen y revientan como
burbujas en el aire, porque hoy los valores económicos son sólo espuma, con la que
los especuladores "están haciendo bolsa" el mundo. Los libros, en cambio, tienen peso,
olor, textura, materialidad y humanidad... "Quien toca este libro está tocando a un
hombre", dijo una vez el poeta Walt Whitman.
El otro Whitman, Georges, acogía a los escritores en su mítica librería como a los
pasajeros que golpean las puertas de un monasterio en la noche. Siempre repetía estos
versos de Yeats: "No seas inhospitalario con los extraños, puede que sean ángeles
disfrazados". Cuántas tardes frías de París, de esas en que uno se siente nadie en el
corazón implacable de la más bella de las ciudades, entré a buscar refugio ahí; cuántas
veces sentí que esa era mi casa, en la que me hubiera gustado quedarme a dormir, como
ese personaje de una novela de Auster que dormía en una cama hecha de libros, lo único
que le quedaba porque lo había perdido todo. Cuando perdemos todo, nos quedan los
libros.
Ha muerto el librero Georges Whitman, pariente lejano del poeta Walt Whitman, y sólo
por ese hecho, ya París no es una fiesta. ¿Qué haremos cuando nos sintamos solos en
una esquina de cualquier ciudad y no estén abiertas las librerías que han sido nuestras
casas, nuestros orfanatos de amor y tipografías?
Porque todos los lectores somos huérfanos de algo, y las ciudades nos parecen más
vacías si alguien con oficio y amor no sabe escoger los libros exactos para colocarlos en
el lugar exacto a la hora exacta, como el monje de la religión de la tinta, que enciende
una vela cuando es de noche. Y siempre es de noche, y las librerías que amamos son las
lámparas más nobles que ha encendido el hombre para intentar detener el desierto que
avanza. ¿Podrá la hija de Whitman, Sylvia (que tiene el nombre de una heroína de un
libro de Nerval), mantener encendida la lámpara de las páginas en una esquina de una
Europa que se cae a pedazos? No es lo mismo ver fluir el Sena una noche de soledad y
angustia, que mirarlo desde las vidrieras de la "Shakespeare and Company".
Mis amigos parisinos me cuentan que muchas viejas librerías han cerrado y han sido
reemplazadas por tiendas de moda. Mientras haya una librería abierta en una esquina del
mundo, es más improbable que se vuelvan a encender las hogueras de la intolerancia.
Lo digo desde acá, una ciudad al fin del mundo donde sólo están abiertas las farmacias.
Las viejas librerías no se coluden y existen casi por milagro.
Por eso las amamos, por eso hoy lloramos la muerte de Georges Whitman. Si quieres
rendirle homenaje a este héroe del espíritu, regala sólo libros esta Navidad, libros
comprados en librerías con alma. Es una forma de resistir al consumismo vacío, a la
vertiginosa oleada de chatarra y vulgaridad que hoy nos devasta. Cuando lo hagas, el
viejo Whitman sonreirá en el cielo de los libros resucitados y vueltos a leer, una y otra
vez.
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