domingo, diciembre 11, 2011

Los chistes del Presidente .Carlos Peña.


El chiste que hizo S. Piñera (reveló sus prejuicios machistas, pero, sobre todo, su rara incapacidad de distinguir entre un asado y una reunión presidencial), los discursos que homenajearon a Krassnoff (para algunos hay crímenes que no manchan a quien los comete) y algunas cartas al director (donde se relata el retorno sobrenatural de personajes hoy finados) plantean, por enésima vez, el problema de los límites del discurso.
Lo de Piñera molestó a las mujeres, los homenajes a Krassnoff hirieron a las víctimas de sus crímenes, los relatos de apariciones asustaron a algunos.
¿No sería mejor sancionar a quienes emiten opiniones machistas, homenajean criminales o esparcen tonteras?
Hay quienes piensan que sí, que la libertad de expresión debe tener límites claros.

Si se consiente en que se emplee esa libertad para promover la superioridad de un grupo sobre otro (los hombres respecto de las mujeres, los arios sobre los judíos), para negar hechos que repugnan a la conciencia civilizada (el holocausto o las violaciones a los derechos humanos) o para promover la superstición (divulgando el hecho alarmante de que los políticos nos acompañan desde el más allá), entonces, se dice, la libertad sería suicida y tendría la tendencia a ahogarse a sí misma. La libertad descansa sobre la igualdad de los seres humanos (que el sexismo o el racismo no aceptan), la repugnancia hacia el crimen (que los que niegan el holocausto o las desapariciones relativizan) y el ejercicio de la racionalidad (que la promoción de seres redivivos daña). ¿Por qué debiera permitirse que se emplee la libertad para dañar los mismos principios que la soportan?
La conclusión de ese punto de vista es obvia. Piñera debería excusarse, los partidarios de Krassnoff callar, los supersticiosos mantener en privado la aparición de sus deudos.
Pero no es difícil darse cuenta de que ese punto de vista -favorable al control de la expresión- no se sostiene.
Desde luego, el derecho que reclaman algunos grupos a no ser ofendidos por el discurso ajeno es difícil de generalizar. No cabe duda que los individuos tienen derecho a ser reparados cuando se los ofende, pero eso mismo no vale cuando se lo aplica a grupos o clases abstractas de individuos. Si las minorías étnicas, los gays, o las víctimas reclaman se les proteja contra las palabras o ideas que las ofenden, ¿por qué no podrían pedir lo mismo otros grupos? Pero un mundo así -un mundo donde cada grupo tuviera derecho a que se protegiera lo que juzga valioso- sería un mundo donde la libertad de expresión, la crítica y el intercambio de ideas no existirían.
Regular qué puede ser dicho y qué no, qué chiste puede ser expresado en público y cuál divulgado en secreto, qué punto de vista histórico o social puede ser defendido y cuál condenado al silencio, en vez de ser una defensa de los valores en los que cree una sociedad democrática, equivale a su simple y directo sacrificio.
La conclusión entonces es obvia: hay que permitir que todos los puntos de vista sociales, históricos o políticos se expresen y confronten entre sí.
Pero de la circunstancia de que todos los puntos de vista tengan igual derecho a ser expresados -incluso si molestan a una raza, grupo étnico o género- no se sigue que todos merezcan el mismo respeto intelectual. Del hecho de que una persona tenga derecho a decir lo que le plazca no se sigue que tenga derecho a que los demás consideren su punto de vista razonable o sensato. La libertad de expresión no confiere a todas las opiniones, por el hecho de ser emitidas, el derecho a ser consideradas respetables ni válidas.
Así, no hay contradicción alguna en considerar que el homenaje a Krassnoff ofende la democracia y proclamar que los políticos se reencarnan es una superstición y, al mismo tiempo, defender el derecho a que la derecha nostálgica de la dictadura y los deudos sigan diciendo esas cosas.
Y, por supuesto, en defender el derecho del Presidente a hacer chistes y sentir, al mismo tiempo, que la vergüenza ajena los invade a todos.