Canto de amor a la colusión. Rafael Luis Gumucio Rivas
La ignorancia es una gran virtud: antes de las huelgas estudiantiles del presente año, nuestra mediocracia política no había descubierto que Chile es el país más desigual entre aquellos que conforman la OCDE. ¿Quién habría sido el tonto que se le ocurrió meternos en tan selecto grupo? Si nos comparáramos con Cabo Verde y Mozambique, por ejemplo, encabezaríamos el grupo de los menos desiguales. Hasta la colusión de las tres Farmacias -Ahumada, Salco Brant y Cruz Verde - sumándolo al escándalo de la Polar, seguiríamos adorando al mercado, sin ninguna regulación: no sabríamos lo que es un cartel, un monopolio y la colusión entre empresas del mismo rubro. Nada peor que perder la virginidad y darnos cuenta de que somos permanentemente violados, desde el alba hasta el anochecer, por los Bancos, AFP, Isapres, transporte público, bombas bencineras, universidades piratas, supermercados, y otros. En resumen: consumidor es sinónimo de idiota y los políticos jamás nos van a dejar ser ciudadanos, pues de serlo, les propinaríamos una patada en el trasero.
En Chile siempre surgen muchas voces que claman por encerrar a los electores de farmacia, a los empresarios de La Polar, a los dueños de buses urbanos…Si viviéramos en el terror, por ejemplo de la Revolución Francesa, los enviarían a la guillotina. Pero da la casualidad que, con el tiempo, todo se olvida, como diría Leo Ferré, y volveríamos sobre los mismos pasos.
Como Chile es un país de monopolios, en vez de castigar a los carteles mafiosos, deberíamos premiarlos. Comencemos por la política: el duopolio tiene todo el derecho a concertarse y repartirse, incluso, comprarse dos o tres diputados independientes. Mientras menos regulada sea la política, mejor para los políticos. Sólo los tontos creen que van a aprobar la inscripción automática y el voto voluntario, mucho menos cambiar el sistema binominal. A quién se le puede ocurrir que propietarios por más de veinte años van a querer que crezca el universo electoral a 4.000.000 de nuevos ciudadanos y le cambien la distribución de sus distritos.
En la economía ocurre algo similar: el retail se lo distribuyen Falabella, París y Ripley; serían muy ingenuos si no se comunicaran por diversos medios entre sus gerentes. ¿En nombre que principio van a competir por los precios? Nada más natural que se pongan de acuerdo y no le compliquen la vida al consumidor. Con los bancos, ocurre lo mismo: simulan competir y, a la larga, se fusionan los más grandes y terminan con una oferta uniforme y muy usurera para el consumidor. En los grandes supermercados ocurre otro tanto. Esto de la libre competencia es tan complejo como el misterio de la Santísima Trinidad, inaccesible como la utopía y lejano, como la parusía.
En la época de la dictadura neoliberal, un ministro decretó la libertad de precios y recomendó a los atontados consumidores comparar entre las distintas ofertas del mercado.
Hoy este procedimiento es una soberana tontería y una pérdida de tiempo, pues todos proveedores y productos están coludidos y valen lo mismo. Aunque parezca un absurdo, empiezo a añorar el Comisariato de Subsistencia y Precios. Lo sabio sería no caer en los extremos, según la ética aristotélica.
Resulta divertido que el ministro Longueira nos anuncie que vamos a recibir muchos avisos de nuevas colusiones, cuando ya la avezada dueña de casa se da cuenta que la simetría de precios se encuentra en todos los productos que consume, así recorra Chile entero buscando diferencias.
Un amigo cínico – por favor, no confundir con hipócrita, que es todo lo contrario – escribió una carta a nuestro genial ministro de Economía pidiendo que se premiara a las empresas coludidas - es decir todas – con un substancial rebaja de impuestos y a los consumidores con a gallina de los huevos de oro, por no rebelarse ante tanta violación.
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