viernes, julio 08, 2011

El fin de una época. Gonzalo Figueroa Hernández

En los albores de los años noventa, Francis Fukuyama planteó el fin de la historia, con la caída del Muro de Berlín y la disolución de la ex-Unión Soviética. No acabó la historia,- como algunos interpretaron literalmente al agudo politólogo estadounidense-, pero si fue el fin de una etapa marcada por la otrora Guerra Fría y los metarelatos totalizantes. Habría vencido el libre mercado y colapsado el comunismo, como también los tradicionales antagonismos entre ellos; tendríamos en adelante un mundo globalizado, donde la economía y el bienestar, no carente de desafíos, serían los elementos centrales del período que se inauguraba.

Coincidentemente, en Chile acudíamos al fin de la dictadura militar y el advenimiento de los gobiernos democráticos de la Concertación durante dos décadas. Se tenían muchas esperanzas y proyectos, con una sociedad, en ese entonces, movilizada y activa que portaba en sus hombros años de represión y pobreza. “La alegría ya viene” era el lema que resumía la esperanza de lograr la democracia y el bienestar.

Pronto el gobierno de la transición, asumido en 1990, se vería seriamente amenazado por Pinochet, que se mantuvo en la Comandancia en Jefe del Ejército hasta el año 1996 y luego asumió como Senador designado. Los ”ejercicios de enlace” y los “boinazos”,- como denominó la prensa a las demostraciones de fuerza del general-, fueron una constante amenaza a la transición cada vez que los tribunales de Justicia y el gobierno intentaban avanzar en sus investigaciones sobre violación a los derechos humanos y las cuentas privadas del ex-dictador.

De alguna manera, esa situación significó que los partidos políticos desmovilizaran a su gente ante el temor de echar todo por la borda si se presionaba más de la cuenta el sistema impuesto por la dictadura y heredado por la coalición gobernante. Uno de los mayores arquitectos de esa transición fue el ex-ministro y militante DC Edgardo Boeninger, como él mismo testimonia en su obra “La Igual Libertad”, publicada previo a su deceso (2009).

Llevó un largo período lograr afianzar la democracia. Sólo con la detención del ex-dictador en Londres el año 1998 y su regreso y paso a retiro dos años después, se dio por concluida la transición política. El presidente de entonces, Ricardo Lagos, arguyó que su gobierno había logrado impulsar cambios fundamentales en la Constitución, promulgada por el gobierno militar el año 1980. Mientras tanto, se manifestaban en el país los primeros atisbos del descontento de los escolares y universitarios ante la consagración del neoliberalismo, el que extremaba cada vez más las desigualdades sociales. Aplicado desde comienzos de los años ochenta del siglo XX, se instrumentalizó en beneficio de unos pocos especuladores, amigos de la dictadura, consolidándose en los noventa por medio de instituciones financieras y centros comerciales que ahogaban a sus clientes a través de la colusión de la oferta y el uso indiscriminado de tarjetas de créditos, haciendo crisis el año 2011 (La Polar).

Con Lagos el país se internacionalizó aún más, especialmente para los empresarios que nunca sospecharon que el enconado opositor y dirigente político de los ochenta, que osó desafiar al dictador por televisión a fines de esa década, iba conducirlos a grandes triunfos en los mercados externos.

Desde la época de Eduardo Frei Ruíz-Tagle, quien también optó por apoyar a los empresarios, que las demandas sociales y laborales venían siendo contenidas por los partidos de gobierno, debido a que muchos de sus representantes y parlamentarios tenían lealtades personales y políticas con los dirigentes de la CUT y otros gremios, desde el período de la dictadura.

Una parte importante de la reactiva oposición, la UDI, había logrado penetrar en los sectores populares, tradicionalmente en manos de los partidos de izquierda. Mientras, un confiado oficialismo había mordido la hasta en esa fecha esquiva fruta del poder. Todavía a inicios del segundo milenio no había atisbos del fraccionalismo de los liderazgos o disputas fundamentales entre socios de la coalición gobernante. La fuerte personalidad de Ricardo Lagos impedía cualquier desbande, en tanto que otras figuras importantes, como el ex presidente Patricio Aylwin, tenían un efecto moderador en las disputas políticas al interior de la Concertación. Cuestión aparte era el protagonismo ejercido por Gladys Marín, presidenta del Partido Comunista, la única capaz de remecer el sistema y de cuestionarlo. Ella se anticipó a lo que sobrevendría actualmente, y que luego se plantea, en el presente ensayo, como el agotamiento de una forma de hacer, de gobernar, el fin de una etapa.

Dos podrían ser los problemas fundamentales que la Concertación no supo o no pudo superar:

Absorber las demandas de la gran mayoría de la población, primero preocupada, y luego hastiada de un sistema que la condena a mejorar su bienestar no por vía de un incremento salarial, sino a través del endeudamiento. Es decir, que debe resignarse al “chorreo” del libre mercado, cuestión que en su época los mismos dirigentes antipinochetistas denunciaban en los foros universitarios, pero que, luego en el poder, ya no se tomaron la molestia de intentar cambiar. Ello, también por dos razones: 1°, porque reformar el sistema económico significaba grandes consensos al interior de la Concertación y, luego, tener que votarlo ante un congreso donde no se tenían las ¾ de los escaños para lograr cambiarlo (alza de impuestos, disminución del gasto militar, incremento de las pensiones, subsidios habitacionales, todo lo que es aplicación de políticas públicas); 2º, el tema del aggiornamiento, ya que muchas de las autoridades económicas habían establecido estrechas conexiones a nivel empresarial, pasaron a formar parte de directorios privados, crearon consultoras y, al fin y al cabo, se acomodaron muy bien a su nuevo estándar de vida. - A nivel político, si bien se logró aprobar importantes reformas constitucionales que echaban por tierra los llamados enclaves autoritarios, en la práctica se siguió al amparo de la Constitución de Pinochet, presidencialista, autoritaria, donde las
minorías estaban sobrerepresentadas, desvirtuando de manera central la voluntad
popular. Este es el sistema binominal, que todavía no logra ser reemplazado y que ahoga el surgimiento de cualquier nueva expresión política.

Existe un sinnúmero de otros temas relacionados a los dos puntos anteriores y que bien vale la pena profundizar en un estudio más acucioso. Sin embargo, pondremos en perspectiva el tema central de este ensayo, ¿Por qué asistimos al fin de una época?
La situación actual del país es objeto de análisis que oscilan entre quienes acusan a la Concertación de haber administrado el sistema creado por el ex asesor de Pinochet, Jaime Guzmán, y sus más férreos defensores, que consideran que ésta le cambió el rostro al país.
Parece ser que hay un poco de ambas visiones. Cambiar el sistema binominal y aplicar ajustes económicos estructurales, - que en su momento alentaban tanto centros de estudio y organismos regionales (Cepal), como partidos extra concertacionistas (medioambientalistas de Manfred Max-Neef y PC )-, no lograron “cuajar” en los partidos oficialistas, ni menos en algunos frustrados parlamentarios que se sentían encajonados en un sistema que no les permitía modificarlo desde dentro. Los partidos de gobierno nunca quisieron convocar a las bases, porque o temían desbordes sociales o simplemente porque la representación política “era su pega” y resultaba “peligroso” ceder espacios de poder. Con sistemáticos empates en el congreso, lo único que le quedaba a la presidenta Michelle Bachelet era aplicar políticas sociales más agresivas, que efectivamente las mujeres y los más pobres las sintieron en las mejores atenciones hospitalarias, escolares, en el incremento de las prestaciones a los jubilados. Con todo, culminó su período de gobierno como una de las presidentes de Chile más populares de su historia. Reflejó, por cierto, un liderazgo carismático y efectivo que quizás la vuelva a catapultar como presidenta en un par de años más.

Sin embargo, este sistema de amarras estructurales de hace tres décadas, que se inició de manera espuria con una Carta Magna plebiscitada y aprobada con mañas de principio a fin, y que desvirtuó la democracia en sus formas más básicas, ya no resiste la situación actual que exige el país. No abordaremos el tema de las altas metas que a este nivel impone a Chile su pertenencia a organizaciones internacionales, como la OCDE. Aquí lo que explotó, más allá de los contagios comunicacionales foráneos, es un sistema de desarrollo altamente discriminatorio, porque impide el desarrollo social, educativo, económico, político, etc. de la gran mayoría de los chilenos. Fuera de las consideraciones sociológicas, - altamente necesarias de considerar en esta nueva etapa-, lo que está pasando es la irrupción de una sociedad civil que manifiesta su descontento con el estado de cosas, y que va más allá del gobierno de turno. Ciertamente, la derecha en el poder gatilló ese estallido, dada sus enormes deficiencias en la gestión pública y la representación, y a que no cuenta con los mediadores que sí posee la Concertación. Se puede apreciar que la “demanda”, el enfado, como quiera llamársele, tiene que ver con nuevos referentes que tienen los jóvenes, que no sufrieron la dictadura (para ellos eso es historia) y quienes no tienen complejos en manifestar sus opiniones habiendo nacido, aunque imperfecta, en democracia. Quizás las demandas son por mayor participación en el sistema, en un proyecto de país que les permita alcanzar mejores posiciones en virtud de sus propios méritos (no los heredados o de los llamados apitutados) y por una reforma sustantiva al modelo económico, en que no inicien su vida endeudados con
créditos universitarios, se les asegure una buena calidad de educación, entre otras demandas.
En el fondo, el único que puede empujar esos avances, porque para eso nació, es el Estado, en virtud del contrato social que no tenemos para que volver a justificar en estas líneas. Ya lo hicieron los filósofos de la ilustración.

En suma, la continua destrucción del Estado, la ideologizada sospecha del sector privado sobre su supuesta ineficiencia, lo único que ha provocado es que instrumentos como los que actualmente existen, no le sirvan mucho a la mayoría de los chilenos. Cortados sus brazos principales en materia social; jibarizado su aparato educacional; entregados los principales recursos de tierra, mar y aire; y los medios de comunicación a los privados, es muy difícil volver atrás. Pero se puede mirar hacia delante, llamando a quienes realmente tienen las posibilidades hoy día de emprender las reformas tanto tiempo anheladas, como son los parlamentarios, a tomar conciencia que el actual sistema se terminó por agotamiento, por fatiga de material. Que si siguen aprobando sólo mociones parches o subsidiarias, no lograrán capturar el interés de su electorado, cansado de batallar día a día con el pago de créditos usureros de instituciones coludidas a todo nivel. Lo que viene ahora es darle cabida y orientación a este descontento social, para generar una visión de Estado, fuerte, pluralista, social, que asegure el bienestar de todos. Si no se puede en el actual esquema constitucional, pues ¿Por qué no recurrir a un plebiscito, a la movilización y presión social, (sin temor a los desbordes)? El país no esperará otro período con la cosas como están, sea bajo un próximo gobierno de una concertación renovada o de una alianza populista.