“Yo, el peor de todos”. Rafael Gumucio R.
Este artículo no tiene nada que ver con la película “Yo, la peor de todas”, cuyo personaje central es sor Juana Inés de la Cruz: su Excelencia representa la antípoda de la religiosa y gran escritora mexicana, pues no escribe poesía que no sean lugares comunes y frases grandilocuentes. Pienso que como sor Juana Inés, jamás limpiaría la bacinica de los “frailes” de la UDI.
Ser el peor evaluado de todos los presidentes de Chile constituye un récord muy difícil de lograr: consideremos que tenemos un buen ramillete de reyes holgazanes a través de la historia política de Chile para citar a algunos, Ramón Barros Luco, Juan Luis Sanfuentes, Juan Esteban Montero y Eduardo Frei Ruiz-Tagle, entre muchos otros – donde el presidente es un monarca y lo lógico, como ocurre a menudo en la historia, debiera ser muy amado, pues detenta el “poder absoluto que viene de Dios”, o muy odiado cuando gobierna con los pies o se pone la camisa al revés. El presidente Sebastián Piñera, producto de las múltiples metidas de pata, está cosechando un récord de antipatía popular – más de un 65% de rechazo y, apenas un 35% de apoyo -.
En la encuesta Cerc, la gran mayoría considera que este gobierno no se diferencia en nada con sus erráticos predecesores de la Concertación y podríamos considerarlo como el acto final, corregido y aumentado, de la perpetuación de un modelo éticamente inaceptable, de segregación entre ricos y pobres, en una economía que crece más del 7%; lo que ocurre es que, afortunadamente, un poderoso movimiento ciudadano se rebela ante diferencias radicales y abismantes, como que haya chilenos que viajen en helicóptero – como su vehículo personal – y más del 80% de los ciudadanos que reciban un ingreso menor al llamado ético, es decir, menos de $250.000.
El 83% de los encuestados sostienen que el crecimiento del 7% no los toca en lo más mínimo, pues siguen tanto o más pobres que antes, y un porcentaje similar cree que los ricos se han convertido en más ricos. La población identifica el gobierno de Sebastián Piñera con el empresariado y con la plutocracia. Agotados los ciudadanos con la Concertación, compuesta por nuevos ricos, que comparten el ethos de la derecha, quiso dar una oportunidad a la derecha para probar con un gobierno que pretendía ser eficaz, dirigido por empresario exitoso. Apenas en un año y medio este gobierno se encuentra a punto de caer en el precipicio.
En este corto período ha habido más protestas que durante los veinte años de la Concertación; ya suman seiscientas manifestaciones, donde han participado los más diversos grupos sociales y políticos: los regionalistas de Magallanes y Calama por el gas y el cobre, respectivamente; los ambientalistas, contra HidroAysén y por la protección de la Patagonia; los libertarios, por la igualdad; los estudiantes y profesores abogando por el fin del lucro y el Estado docente, contra la pésima calidad de la educación.
Los nuevos movimientos sociales tienen muy poco que ver con aquellos del siglo XX: no responden, exclusivamente, a reivindicaciones de clase, razón por la cual casi no se han visto los sindicatos, al igual que los partidos políticos, en las últimas protestas. Por lo demás, si pretendieran introducirse en el movimiento, serían rechazados, pues la población los percibe como incapaces y corruptos. Estos nuevos movimientos, la mayoría horizontales, que reniegan de los liderazgos autoritarios, corresponden a un rechazo fundamentalmente moral, a un modelo cuyos gestores, tanto en la Concertación, como en la Alianza.
Está claro que el Ejecutivo, con un presidente elegido con el 23% de los electores potenciales, un parlamento que tiene parcelados a los electores y los usa como “sus indios de servicio” y municipios corruptos, no representan a la mayoría de los chilenos. Esto se llama crisis de representación; el tema que se plantea hacia el futuro radica en cómo se resolverá este tipo de crisis. Es cierto que muchos sistemas políticos, rechazados por los ciudadanos, logran pervivir un tiempo mayor que los síntomas de rechazo, que aparecen por doquier en la sociedad civil, sin embargo, al fin, terminan en una salida, pues la humanidad tiene horror al vacío.
De la crisis de representación hemos pasado a una nueva etapa, que podríamos llamar “crisis de credibilidad”: el 11% de los encuestados cree en los políticos, y el 57% no le cree nada al presidente de la república. Una democracia, para funcionar necesita, al menos, que los ciudadanos confíen en su representante y, en el caso de Chile, nadie cree en nadie; es esta experiencia la que hace imposible cualquier diálogo o acuerdo entre la sociedad civil y los políticos. Vivimos, así, una institucionalidad de utilería: por un lado, el diálogo de los políticos que a nadie interesa – y, por otro, la sociedad civil que, con razón, plantea temas acuciantes, cuya solución sólo puede encontrarse en un cambio radical de modelo.
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