martes, agosto 10, 2010

Gobernar es llorar. Víctor Maldonado R.

El costo de la incoherencia
El gobierno ha pagado un alto costo por realizar, al mismo tiempo, constantes llamados a la unidad nacional y emprender una sistemática descalificación de los adversarios a los que más teme. Actuar de este modo representa un gran problema porque la inconsistencia en la actuación no desgasta al adversario sino al que pierde credibilidad ante la opinión pública.


Un actor político debe hacerse cargo de las consecuencias de sus actos. Lo que no resulta aceptable es ocultar o distorsionar los objetivos y propósitos que orientan sus acciones.

En política hacer algo y –simultáneamente- negarlo no puede ser sostenido por un tiempo prolongado. Hay razones éticas de por medio y también razones prácticas, puesto que la falta de coherencia siempre termina por volverse contra sus promotores.

Por eso resulta no solamente molesto, sino un error la forma como la derecha implementó hasta hace muy poco un hostigamiento sin pausa a Michelle Bachelet.

Los resultados de las encuestas CEP y Adimark representan un doble fracaso político. Primero porque el gobierno optó por transferir la responsabilidad de lo que se pudiera hacer o dejar de hacer a la gestión anterior; y porque buscó, sobre todo, el desgastar a la mandataria saliente, utilizando el mismo recurso que ya usara con buenos resultados en el caso de Ricardo Lagos Escobar. Sólo que ahora los frutos fueron inversos a los que se esperaban alcanzar.

Durante semanas el oficialismo uniformó su arremetida comunicacional diciendo que nadie se podía ofender por una fiscalización de sus actos a la cabeza del gobierno, puesto que corresponde a una situación normal y, por lo demás, si no hay nada que ocultar, no hay nada que temer.

Pero, a todas luces, no fue eso lo que estuvo ocurriendo hasta la aparición de las recientes encuestas. Es inobjetable que la administración pública cuenta con mecanismos rutinarios de control y fiscalización internos. Estos mecanismos se pueden poner en funcionamiento con regularidad y es indispensable que así sea. Sin embargo, estuvimos lejos de asistir al despliegue de procedimientos rutinarios.

Para partir por lo más obvio, nunca se le asigna el máximo de publicidad a la implementación de la rutina. Tampoco corresponde a la típica descripción de un procedimiento inocuo el activar en forma simultánea las más variadas fiscalizaciones en múltiples reparticiones.

A modo de ejemplo, se puede mencionar que, en las semanas pasadas, se han anunciado, con características de escándalo, situaciones irregulares en: el manejo de las subvenciones presidenciales en el gobierno de Bachelet que fueron entregados a las ONGs; la evaluación de la totalidad de los programas sociales heredados de la Concertación; desordenes administrativos y una millonaria deuda en el Ministerio de Educación; fiscalización del Programa Orígenes; y, una amplia difusión del uso de viáticos informando que se habían incrementado en un mil por ciento en veinte años. La coronación de todo fue la forma en que fueron presentados –en un inicio- los datos de la encuesta Casen, en la que se responsabilizó a la Concertación –y en especial a la administración Bachelet- del aumento de la pobreza.

Con más táctica que estrategia

En cualquier caso, nada de lo anterior es lo más significativo. Porque lo que más importante fue el hecho de que el Presidente de la República haya dado instrucciones a los parlamentarios de derecha para fiscalizar al gobierno anterior. Interesa, además, que les prometiera respaldo, lo que –en concreto- significaba que su equipo asesor entregara la información que se requería, en el formato que resulta más adecuado a los propositivos que se buscan obtener.

Aún cuando, con el correr de los días, se llegó a establecer una versión oficial, según la cual este episodio nunca se produjo, lo cierto es lo contrario. La confirmación del hecho lo dieron un número amplio de parlamentarios oficialistas a sus colegas y a los periodistas del sector político. Las lenguas se empezaron a contener sólo después que se hiciera evidente el efecto negativo que estaba alcanzando una conducta tan inusual.

En lo relatado no se sabe si sorprenderse más por la ineptitud mostrada o por el exhibicionismo propio del que se ha dejado llevar por una falsa sensación de impunidad. En cualquier caso, se trata de un error de principio a fin.

Pocas cosas puede horadar más el prestigio presidencial que el hacerse cabeza de una guerra sucia. Simplemente no se espera que un mandatario actúe de esa forma y, en realidad, no debe hacerlo.

Entonces vinieron las encuestas (y este gobierno se guía por ellas) y junto con este hecho aparecieron la desazón y la búsqueda de responsables de los desaciertos.

Nueva táctica, el mismo comportamiento

Siguiendo una conducta que no los enaltece en modo alguno, la mirada oficialista se concentró en el eslabón más débil, alejando toda responsabilidad del verdadero responsable de los resultados.

Cuando el presidente es parte de quienes cometen los errores por los cuales el gobierno empieza a ser cada vez más críticamente evaluado, entonces hay que tener el coraje y la humildad de reconocerlo.

Hacerle pagar a las comunicaciones el pato de la boda, cada vez que las cosas van mal es un expediente demasiado fácil como para ser empleado por dirigentes responsables. Nadie puede ser el vocero de un gobierno que comete muchos errores y salir bien evaluado. Simplemente le toca darle voz a conductas indefendibles por lo que la credibilidad sufre un desgaste que no se puede evitar.

Peor aún, puede que Piñera se convenza que todos tienen que cambiar excepto él pero esto constituye un error grueso. Tenemos ahora el primer Presidente desde la recuperación de la democracia que es evaluado por menor calificación que sus colaboradores.

Esto quiere decir que Piñera no está aportando con una cuota de seguridad más amplia de estabilidad a su propio gobierno. En una palabra: lo está haciendo comparativamente mal y eso es su responsabilidad, efectiva e indelegable que no puede endosar a nadie.

A la política no la salva la economía. Hay méritos políticos y hay vientos favorables en economía. Pero una cosa no va acompasada con la otra por necesidad ineludible.

Hay ciertos prerrequisitos para que el bienestar económico se convierta en apoyo político, y el principal de estos es que una gestión se vea solvente, bien conducida, con orientaciones claras en las principales áreas, capaz de lograr acuerdos y de producir los cambios que se anunciaron. Pero es este conjunto de cosas las que está fallando.

Por eso no ha de extrañar que en el futuro las cifras económicas se mantengan buenas, pero las evaluaciones del desempeño del presidente y de sus colaboradores sean consideradas, cada uno por su propio carril, y con diferencias apreciables entre ellos.

De momento el gobierno parece haber suspendido sus maniobras agresivas. Se apostó demasiado a la efectividad que pudieran tener el desgaste ajeno y se fracasó rotundamente.

Lo más probable es que la proximidad de septiembre en plena festividad del Bicentenario obligue a implementar un generoso despliegue de gestos fraternos con la oposición.

Pero lo que dicta la nueva táctica no es la convicción sino la conveniencia. Lo que guía a la administración no son las convocatorias amplias sino el aprovechar al máximo las oportunidades que se les presentan. Esa esa ha sido su brújula y buscar una intención de trasfondo se está demostrando como una pérdida de tiempo.

Tras las festividades, el gobierno confía en que la mayor prosperidad su posicionamiento mejore. A la primera oportunidad volverá al ataque y a la descalificación.

En la argumentación oficial, todo lo bueno parte ahora y si no se nota es porque la Concertación cometió puros errores y dejó muchos problemas. No hay más errores que los de la Concertación. Luego vienen las letanías y los lamentos por la tan pesada cruz que este gobierno (tan bueno y con tan loables intenciones) debe cargar día a día, impidiéndole servir mejor al país.

Nadie antes se había quejado tanto, ni hubo cojo que recriminara tanto al empedrado. Tal parece que para la derecha gobernar es llorar.