domingo, agosto 08, 2010

El fracaso de Canal 13. Carlos Peña

La venta de Canal 13 al grupo Luksic es, no cabe duda, un buen negocio desde el punto de vista económico. El canal podrá respirar sin deudas. Y es probable que la pérdida de rating —ese fracaso de todos los días— por fin cese.
Todo parece estar bien entonces.
Pero no.
La racionalidad económica no permite responder las preguntas que una operación como esta plantea cuando se la mira desde el ángulo político y cultural.

Ante todo, ella pone de manifiesto —una vez más— cuánto han cambiado los principios a cuya luz se fundó la televisión chilena.
Cuando nació, la televisión chilena lo hizo al amparo de un modelo parecido al que John Reith formuló para la BBC. La televisión —pensó Reith-— debía ser un mecanismo de ilustración de las masas ignorantes. Un magnífico mecanismo mediante el cual lo mejor de la cultura humana podía ser puesto a disposición de las grandes mayorías. Esa fue la razón de por qué la televisión chilena fue entregada a las Universidades y al Estado. ¿A qué otras instituciones podría ser confiada esa, en apariencia, espléndida tarea? Las Universidades y el Estado —ambos financiados con impuestos— podrían, sin los rigores de la industria, dedicarse a esa tarea civilizadora.
Ese modelo —que reposaba sobre una visión errada de la relación entre las masas y las élites— acaba de morir definitivamente.
Primero fue la Universidad de Chile con Chilevisión. Ahora es la Universidad Católica con Canal 13.
El control de ambas señales fue entregado a particulares (a Piñera el primero, el segundo a Luksic) a pesar de que las concesiones que las amparan no son susceptibles de enajenación. Pero —la necesidad tiene cara de hereje— incluso la Iglesia es capaz de hacer la vista gorda frente a esos detalles cuando se trata de dinero.
¿Por qué, sin embargo, una institución como la Iglesia Católica, anhelante de hegemonía, debió renunciar —contra su voluntad más íntima, no cabe duda— al control de uno de los más poderosos instrumentos de transmisión cultural?
La respuesta es obvia. En las condiciones modernas los medios deben ser capaces de seducir a las audiencias masivas. Y el canal católico —casi siempre en la disyuntiva de mostrar lo que a la gente le interesa o, en cambio, morderse la lengua— simplemente no pudo hacerlo. Se trata de una de las pruebas —una más— de la incapacidad de la Iglesia Católica para conectar con las audiencias masivas, con esos millones y millones de personas que, al final de la jornada, escapan de los agobios de la vida cotidiana mirando las ligerezas de la televisión.
Y el problema al que se quiere poner término con la venta del canal católico —el divorcio entre la audiencia masiva y la línea editorial y programática del canal 13— no es más que una manifestación, a escala, del problema más general que cierto tipo de catolicidad, justamente la que hoy impera en canal 13 y en la Iglesia, experimenta con los fenómenos asociados a la expansión del consumo, la individuación de las personas y la autonomía.
Porque las dificultades de canal 13 no sólo derivan de un déficit de gestión o de management. Sobre todo son producto del casi inevitable divorcio entre las convicciones del magisterio y la sensibilidad de las masas. Un producto de masas con la marca del magisterio —aunque suene terrible— aparece insincero, impostado y simplemente no vende. Equivale a ofrecer hierro de madera. Y en un mercado de audiencias masivas eso es simplemente fatal. ¿Cómo podrían las audiencias dejarse seducir por un canal que ostenta la marca de quienes se empeñan una y otra vez en decirles que su vida es torcida y los acerca al despeñadero?
La venta de canal 13 —eufemismos legales más o menos, de eso se trata— es, por eso, uno de los acontecimientos más significativos de la industria cultural. La Iglesia gana unos pesos y espanta unas deudas; pero pierde un poderoso instrumento de transmisión cultural. ¿Que Luksic es católico casi de misa diaria? Seguramente; pero es ante todo empresario, alguien que, con toda seguridad, está dispuesto a entender que la separación entre el mercado y la Iglesia es casi más profunda que la separación entre la Iglesia y el Estado.