Yo recuerdo . Pablo Simonetti
Recuerdo haber despertado en brazos de mi madre. Ella corría por el pasillo desde los dormitorios hacia la puerta de entrada, cargando a ese niño de nueve años, medio dormido y ya no tan liviano, mientras todo se estremecía a su alrededor. Desde una de las casas del frente, nítido entre el bramido de la tierra y la crujidera, me llegó el grito de espanto de una mujer que se quedó encerrada en su cuarto. Salimos a la calle; mi padre y mis hermanos mayores nos esperaban abrigados con sus batas y las zapatillas de levantarse que mi madre ponía a los pies de nuestras camas, cada noche. Como yo todavía estaba en pijama, ella me cobijó dentro de su bata blanca y repetía sobre mi cabeza, al mismo ritmo ametrallado de la tierra, la oración que precedió por tantos años cualquier viaje, cualquier aventura que significara un riesgo: “En el Nombre sea de Dios y de la Santísima Virgen y de la Santísima Trinidad, tres Personas distintas y un solo Dios no más”. Pleno invierno, 8 de julio de 1971, 11:04 P.M., 7.7 Richter, epicentro al sur de Illapel. Y no lo miré en Internet......Cuando los cables dejaron de ondular contra el cielo negro, ella entró en la casa a buscar mi bata y mis zapatillas. Pasamos la noche en vela, arrancábamos con cada réplica, y a pesar de su evidente ansiedad, mi madre se dedicó a confortarnos con sandwichs, té y chocolates, e incluso hizo venir, junto a su familia, a la vecina que por fin había salido de su encierro.
Con el paso del tiempo, la angustia se fue apoderando de mí cada día al oscurecer. Les rogaba a mis padres que me recibieran en su cama, y si bien era una costumbre prohibida en nuestra familia, ella me acogía a su lado. Mi invasión se hizo diaria y llorosa, hasta que se convenció de que debía llevarme a un psiquiatra. La angustia pasó, pero durante años, después de cada temblor yo continuaba temblando imperceptiblemente por un largo rato, con el corazón agitado. Así fue como ella adquirió la costumbre de preocuparse especialmente de mí cuando la tierra sufría y daba sus corcoveos. Se sentaba en mi cama a la espera de que me quedara dormido, y mientras tanto me contaba alguna historia, dejando escapar de vez en cuando un “ya pasó, ya pasó”.
El domingo 3 de marzo de 1985 —7:48 P.M., 7.8 Richter, con epicentro frente a la costa de San Antonio—, intentó llamarme decenas de veces. Yo estaba con mi polola en una parcela cerca de Buin y el regreso a Santiago se hizo interminable debido al tráfico del último día de vacaciones, agravado por los frenazos y el desconcierto que provocaban las réplicas. Quería llegar lo antes posible para saber si mi madre estaba bien y para que ella supiera que yo también lo estaba. Secretamente, iba en busca de ese abrazo que podría aplacar cualquier miedo, cualquier temblor.
Uno de los primeros beneficios de la terapia que hice ya pasados los treinta años, fue superar este trauma infantil. Pronto comprendí que mi reacción no sólo tenía su raíz en esa noche de julio, sino que también en la culpa que sentía por ser diferente, intensificada por el pánico a perder el control de las circunstancias. Los terremotos constituían la mejor representación del caos que temía para mi vida. Me mudé a un piso alto y ya nunca más perdí la calma a causa de un temblor. Pero mi madre siguió llamándome, sin que el aplomo de mi voz terminara de liberarla de su responsabilidad.
Y sin embargo, lo que más extrañé este 27 de febrero fue hablar con ella. Y más patente aun se hizo su recuerdo cuando se desató el pillaje en Concepción. De golpe me pareció oírla relatar los saqueos después del terremoto de 1960 en Valdivia y de los que había presenciado mi abuela el año seis en Valparaíso. Siempre listas para salir arrancando durante el próximo cataclismo, con sus batas y las zapatillas de levantarse a los pies de la cama, ellas habían conservado la memoria catastrófica que no guardó el Estado y que muchos tendimos a olvidar. [+/-] Seguir Leyendo...
Con el paso del tiempo, la angustia se fue apoderando de mí cada día al oscurecer. Les rogaba a mis padres que me recibieran en su cama, y si bien era una costumbre prohibida en nuestra familia, ella me acogía a su lado. Mi invasión se hizo diaria y llorosa, hasta que se convenció de que debía llevarme a un psiquiatra. La angustia pasó, pero durante años, después de cada temblor yo continuaba temblando imperceptiblemente por un largo rato, con el corazón agitado. Así fue como ella adquirió la costumbre de preocuparse especialmente de mí cuando la tierra sufría y daba sus corcoveos. Se sentaba en mi cama a la espera de que me quedara dormido, y mientras tanto me contaba alguna historia, dejando escapar de vez en cuando un “ya pasó, ya pasó”.
El domingo 3 de marzo de 1985 —7:48 P.M., 7.8 Richter, con epicentro frente a la costa de San Antonio—, intentó llamarme decenas de veces. Yo estaba con mi polola en una parcela cerca de Buin y el regreso a Santiago se hizo interminable debido al tráfico del último día de vacaciones, agravado por los frenazos y el desconcierto que provocaban las réplicas. Quería llegar lo antes posible para saber si mi madre estaba bien y para que ella supiera que yo también lo estaba. Secretamente, iba en busca de ese abrazo que podría aplacar cualquier miedo, cualquier temblor.
Uno de los primeros beneficios de la terapia que hice ya pasados los treinta años, fue superar este trauma infantil. Pronto comprendí que mi reacción no sólo tenía su raíz en esa noche de julio, sino que también en la culpa que sentía por ser diferente, intensificada por el pánico a perder el control de las circunstancias. Los terremotos constituían la mejor representación del caos que temía para mi vida. Me mudé a un piso alto y ya nunca más perdí la calma a causa de un temblor. Pero mi madre siguió llamándome, sin que el aplomo de mi voz terminara de liberarla de su responsabilidad.
Y sin embargo, lo que más extrañé este 27 de febrero fue hablar con ella. Y más patente aun se hizo su recuerdo cuando se desató el pillaje en Concepción. De golpe me pareció oírla relatar los saqueos después del terremoto de 1960 en Valdivia y de los que había presenciado mi abuela el año seis en Valparaíso. Siempre listas para salir arrancando durante el próximo cataclismo, con sus batas y las zapatillas de levantarse a los pies de la cama, ellas habían conservado la memoria catastrófica que no guardó el Estado y que muchos tendimos a olvidar. [+/-] Seguir Leyendo...
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