Las contradicciones de Marco. Daniel Mansuy
Quizás le falte comprender que no basta con ser un fenómeno mediático, pues la pregunta que los chilenos se van a hacer es si acaso Marco es capaz de tomarse más en serio a sí mismo, de asumir un liderazgo distinto, menos infantil. Porque hasta ahora sigue siendo una apuesta muy arriesgada que nadie sabe muy bien cómo va a terminar. Y no es muy seguro que el país esté dispuesto a asumir ese riesgo.
Habla rápido, muy rápido. Cuesta seguirlo y entenderlo. Modula poco y nada. Si acaso su horrible dicción es signo de que piensa mucho más rápido de lo que habla, quizás no sea tan malo: en política abunda más bien lo contrario. Pero puede también que sea síntoma de poca claridad mental: ¿sabe Marco lo que quiere decir? Con demasiada frecuencia vacila, duda, parece confundido, indeciso. Quizás sea simplemente porque entiende mejor que otros que los problemas de Chile son complejos y no merecen respuestas unívocas y simplistas. Pero quizás sea porque carece de ideas, de ejes centrales.
No le tiene miedo al error y, de hecho, se equivoca bastante. Así es Marco, un poco irreflexivo, precipitado. Da la sensación que nunca se reposa, que no se sienta a reflexionar, que no se toma el tiempo, que está siempre apurado. Adora seguir sus intuiciones, le gusta sorprender, atacar por donde nadie lo espera. Le encanta ser impredecible. Suele eludir las preguntas más difíciles con anécdotas. Le encanta ser heterodoxo, pero rara vez cuestiona sus propios dogmas.
Piensa rápido, responde rápido. Es resuelto, inteligente y despierto. Irreverente, audaz y temerario. Quizás su gran mérito sea el haberse atrevido a desafiar a las cúpulas autocráticas de la Concertación: a Escalona le faltarán años para arrepentirse de no haber incluido a Marquito en las primarias. Por lo pronto, está autorizado a transpirar helado. Las generaciones jóvenes de la UDI y del PDC deben mirarlo con mezcla de envidia y asombro: ¿cómo no se nos ocurrió a nosotros?
Es simpático y buen conversador. Tiene carisma y es -por lejos- el único candidato que ha comprendido algo del nuevo Chile, aunque sus recetas no necesariamente son las correctas. Posee una ventaja que puede resultar crucial: conoce a los medios, sabe cómo funcionan y cómo utilizarlos. Cree que el lenguaje crea realidad, pero no sabemos si cree en la realidad que existe fuera de los medios y del lenguaje: ¿le importa de verdad lo que no aparece en televisión? Con Marco las dudas se multiplican porque no lo conocemos. O lo conocemos poco. Además, de un tiempo a esta parte se esconde, se cubre, no se deja ver. Incluso, se molesta cuando le recuerdan algunos de las declaraciones de su época de enfant terrible, lo que es un poco hipócrita: ¿no quería desterrar las malas prácticas?
Nadie sabe muy bien cuáles son sus ideas centrales, ni si acaso las tiene. A veces pareciera que él mismo se anda buscando, sin encontrarse mucho. Su entorno es una legítima ensalada: podemos encontrar castristas, chavistas, economistas liberales, sociólogos lúcidos, uno que otro independiente en red en busca de destino político y un diputado que hasta hace poco decía encarnar el humanismo cristiano. Sólo un mago podría elaborar un proyecto creíble a partir de elementos tan disímiles. Y en efecto, lo único que tienen en común sus seguidores es el desencanto con las otras coaliciones. Quizás sirva para ganar una elección, pero no alcanza para hacer política en serio.
Por más que le pese, Marco ha cambiado. Ha ido acomodando su discurso, ha ido atenuando su radicalidad. Si antes era agresivo, hoy es prudente; si ayer sus respuestas eran extremas, hoy busca ser conciliador; si ayer lo criticaba todo, hoy busca caer bien. Para explicarlo en su propia terminología dialéctica: si ayer decía querer agudizar todos los conflictos de la sociedad chilena -marxismo puro y duro-, hoy busca elaborar una síntesis: difícil tarea. Marco se aburguesó, en parte porque todo candidato se aburguesa, pero quizás también en parte porque ha madurado. El problema es que se empieza a parecer demasiado a los que tanto critica: el candidato Marco no puede evitar hablar con eufemismos y frases hechas.
Lo paradójico es que dice querer renovar. Su llamado parece ser: abran paso a las nuevas generaciones, a la juventud. Fuera los viejos, las prácticas añejas y las malas costumbres. Abramos las ventanas. En buena medida, lo ha logrado: ¿se imaginan la campaña tediosa que hubiéramos tenido sin Marco en la cancha? Pero tampoco hay que tener tan mala memoria: a fin de cuentas Marco es diputado porque se benefició de las peores prácticas del sistema político chileno, nepotismo y clientelismo incluidos. Quiéralo o no, Marco es fruto del sistema que dice aborrecer.
Es cierto que ha crecido mucho en las encuestas. Pero quizás no sea descaminado anotar que sus contendores no lo han exigido mucho. No es tan difícil lucir cuando los oponentes se esfuerzan por aburrir. Mientras uno se cuelga del arco esperando el pitazo final, al otro le falta poco para llamar a los bomberos a integrarse a su nutrido e inútil comando. Le han regalado a Marco todo el espacio para convertirse en amenaza peligrosa. Como para preguntarse de qué sirve tener tantos analistas, estrategas y encuestólogos trabajando en las campañas.
Con todo, hasta ahora Marco es un espejismo. Sabemos muy poco de él, de lo que quiere hacer. No tiene equipos de verdad, no tiene proyecto ni dice cosas muy sustantivas. Sus ideas son demasiado vagas y generales como para constituir un verdadero programa, y su pura personalidad -carismática y todo- no basta. No ha sido capaz de concebir un discurso elaborado que vaya más allá de la crítica a ciertas prácticas o de un progresismo que nadie sabe muy bien qué significa. Habla mucho de participación, pero ya sabemos qué destino tuvo esa idea con Michelle Bachelet: Marco es demasiado inteligente como para creer que se puede gobernar con pura participación. Quizás le falte comprender que no basta con ser un fenómeno mediático, pues la pregunta que los chilenos se van a hacer es si acaso Marco es capaz de tomarse más en serio a sí mismo, de asumir un liderazgo distinto, menos infantil. Porque hasta ahora sigue siendo una apuesta muy arriesgada que nadie sabe muy bien cómo va a terminar. Y no es muy seguro que el país esté dispuesto a asumir ese riesgo.El Mostrador
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Habla rápido, muy rápido. Cuesta seguirlo y entenderlo. Modula poco y nada. Si acaso su horrible dicción es signo de que piensa mucho más rápido de lo que habla, quizás no sea tan malo: en política abunda más bien lo contrario. Pero puede también que sea síntoma de poca claridad mental: ¿sabe Marco lo que quiere decir? Con demasiada frecuencia vacila, duda, parece confundido, indeciso. Quizás sea simplemente porque entiende mejor que otros que los problemas de Chile son complejos y no merecen respuestas unívocas y simplistas. Pero quizás sea porque carece de ideas, de ejes centrales.
No le tiene miedo al error y, de hecho, se equivoca bastante. Así es Marco, un poco irreflexivo, precipitado. Da la sensación que nunca se reposa, que no se sienta a reflexionar, que no se toma el tiempo, que está siempre apurado. Adora seguir sus intuiciones, le gusta sorprender, atacar por donde nadie lo espera. Le encanta ser impredecible. Suele eludir las preguntas más difíciles con anécdotas. Le encanta ser heterodoxo, pero rara vez cuestiona sus propios dogmas.
Piensa rápido, responde rápido. Es resuelto, inteligente y despierto. Irreverente, audaz y temerario. Quizás su gran mérito sea el haberse atrevido a desafiar a las cúpulas autocráticas de la Concertación: a Escalona le faltarán años para arrepentirse de no haber incluido a Marquito en las primarias. Por lo pronto, está autorizado a transpirar helado. Las generaciones jóvenes de la UDI y del PDC deben mirarlo con mezcla de envidia y asombro: ¿cómo no se nos ocurrió a nosotros?
Es simpático y buen conversador. Tiene carisma y es -por lejos- el único candidato que ha comprendido algo del nuevo Chile, aunque sus recetas no necesariamente son las correctas. Posee una ventaja que puede resultar crucial: conoce a los medios, sabe cómo funcionan y cómo utilizarlos. Cree que el lenguaje crea realidad, pero no sabemos si cree en la realidad que existe fuera de los medios y del lenguaje: ¿le importa de verdad lo que no aparece en televisión? Con Marco las dudas se multiplican porque no lo conocemos. O lo conocemos poco. Además, de un tiempo a esta parte se esconde, se cubre, no se deja ver. Incluso, se molesta cuando le recuerdan algunos de las declaraciones de su época de enfant terrible, lo que es un poco hipócrita: ¿no quería desterrar las malas prácticas?
Nadie sabe muy bien cuáles son sus ideas centrales, ni si acaso las tiene. A veces pareciera que él mismo se anda buscando, sin encontrarse mucho. Su entorno es una legítima ensalada: podemos encontrar castristas, chavistas, economistas liberales, sociólogos lúcidos, uno que otro independiente en red en busca de destino político y un diputado que hasta hace poco decía encarnar el humanismo cristiano. Sólo un mago podría elaborar un proyecto creíble a partir de elementos tan disímiles. Y en efecto, lo único que tienen en común sus seguidores es el desencanto con las otras coaliciones. Quizás sirva para ganar una elección, pero no alcanza para hacer política en serio.
Por más que le pese, Marco ha cambiado. Ha ido acomodando su discurso, ha ido atenuando su radicalidad. Si antes era agresivo, hoy es prudente; si ayer sus respuestas eran extremas, hoy busca ser conciliador; si ayer lo criticaba todo, hoy busca caer bien. Para explicarlo en su propia terminología dialéctica: si ayer decía querer agudizar todos los conflictos de la sociedad chilena -marxismo puro y duro-, hoy busca elaborar una síntesis: difícil tarea. Marco se aburguesó, en parte porque todo candidato se aburguesa, pero quizás también en parte porque ha madurado. El problema es que se empieza a parecer demasiado a los que tanto critica: el candidato Marco no puede evitar hablar con eufemismos y frases hechas.
Lo paradójico es que dice querer renovar. Su llamado parece ser: abran paso a las nuevas generaciones, a la juventud. Fuera los viejos, las prácticas añejas y las malas costumbres. Abramos las ventanas. En buena medida, lo ha logrado: ¿se imaginan la campaña tediosa que hubiéramos tenido sin Marco en la cancha? Pero tampoco hay que tener tan mala memoria: a fin de cuentas Marco es diputado porque se benefició de las peores prácticas del sistema político chileno, nepotismo y clientelismo incluidos. Quiéralo o no, Marco es fruto del sistema que dice aborrecer.
Es cierto que ha crecido mucho en las encuestas. Pero quizás no sea descaminado anotar que sus contendores no lo han exigido mucho. No es tan difícil lucir cuando los oponentes se esfuerzan por aburrir. Mientras uno se cuelga del arco esperando el pitazo final, al otro le falta poco para llamar a los bomberos a integrarse a su nutrido e inútil comando. Le han regalado a Marco todo el espacio para convertirse en amenaza peligrosa. Como para preguntarse de qué sirve tener tantos analistas, estrategas y encuestólogos trabajando en las campañas.
Con todo, hasta ahora Marco es un espejismo. Sabemos muy poco de él, de lo que quiere hacer. No tiene equipos de verdad, no tiene proyecto ni dice cosas muy sustantivas. Sus ideas son demasiado vagas y generales como para constituir un verdadero programa, y su pura personalidad -carismática y todo- no basta. No ha sido capaz de concebir un discurso elaborado que vaya más allá de la crítica a ciertas prácticas o de un progresismo que nadie sabe muy bien qué significa. Habla mucho de participación, pero ya sabemos qué destino tuvo esa idea con Michelle Bachelet: Marco es demasiado inteligente como para creer que se puede gobernar con pura participación. Quizás le falte comprender que no basta con ser un fenómeno mediático, pues la pregunta que los chilenos se van a hacer es si acaso Marco es capaz de tomarse más en serio a sí mismo, de asumir un liderazgo distinto, menos infantil. Porque hasta ahora sigue siendo una apuesta muy arriesgada que nadie sabe muy bien cómo va a terminar. Y no es muy seguro que el país esté dispuesto a asumir ese riesgo.El Mostrador
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