Durante las últimas semanas, la campaña política adquirió un tono al cual no estábamos acostumbrados. La irrupción pública de una ex ministra de Justicia, haciendo serias acusaciones sobre tráfico de influencias y presiones indebidas, marcó el inicio de un debate que ha resultado tan tendencioso como irracional.
Después de conocer un relato plagado de medias verdades –como no podía ser de otra forma, dada la errante trayectoria de quien lo pronunciaba— se inició una escalada de acusaciones mutuas que nunca tuvieron el propósito de esclarecer los hechos y, sólo de esa manera, poder discutir el tema de fondo.
En efecto, el desfile de dirigentes políticos por los medios de comunicación fue un espectáculo francamente vergonzoso. Mientras unos no trepidaron en ahondar las varias inexactitudes de la denuncia y así aprovechar políticamente el episodio para socavar moralmente a su adversario; otros se defendieron echaron mano al eufemismo y la desinformación, cuando no–en ausencia de todo pudor— con otras tantas falsedades o acusando ser víctimas de una conspiración.
Es poco o nada lo que se puede aportar a ese debate. Con todo, y dado la forma en que éste se desarrolló, creo prudente interrogarnos por sus efectos y consecuencias.
En primer lugar, parece obvio que se le hizo un flaco favor a la causa por prestigiar la actividad política. Después de haber pagado en forma muy cara la exacerbación del conflicto, Chile logró acumular un capital político y social que en buena parte hemos dilapidado durante los últimos años. No se trata de rehuir la confrontación, ni menos de ocultar nuestras diferencias; sino que éstas, con toda la pasión y vehemencia necesarias, se desplieguen en el marco de ciertas reglas del juego.
A continuación, así como sospecho que este no será el último episodio donde se vulnere el fair play, es necesario recordar que tampoco fue el primero. Por lo mismo, resulta algo embarazoso que los representantes del comando de Sebastián Piñera acusen a sus adversarios de haber iniciado esta escalada. La denuncia seria y responsable, siendo fiel a cómo se desarrollaron los hechos, salvaguardando la honra de las personas, no ha sido precisamente un patrimonio que puede exhibir la derecha. La teoría del desalojo fijó los nuevos términos en la relación entre el gobierno y la oposición, cuyos frutos estamos recién apreciando.
Tercero, como ya se advirtió en varias oportunidades, esta será una campaña cuyo foco no estará puesto en el debate programático, sino en el carácter del adversario. Se trata de un espacio propicio para privilegiar la imagen por sobre las sustancia, para que la confrontación de ideas ceda en beneficio de la descalificación personal y —nunca está demás recordarlo— para alimentar el escándalo fácil y la popularidad pequeña, que tanto gusta destacar a nuestros medios de comunicación.
Dicho todo lo anterior, hacer cuestión de la solvencia moral y el talante de un candidato —más todavía cuando aspira a ser Presidente de la República— es una discusión legítima, la que habitualmente se verifica en otras latitudes. Lo que allí se debate tiene que ver con cuáles son los estándares mínimos que debe cumplir un servidor público o cuán relevante y pertinente es la conducta privada –sea en los negocios o en el hogar— para el escrutinio que hace la opinión pública y los electores.
Nada de eso sucedió aquí. Las malas formas y maneras, tanto en la acusación como en la defensa, oscurecieron la posibilidad de haber tenido una discusión política en serio, que diera cuenta de cuánto valoramos nuestra democracia y cómo debemos fortalecerla.
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