lunes, mayo 18, 2009

La carta del padre . Carlos Peña.

El caso de Marco Enríquez-Ominami es uno de los más llamativos de la política chilena. Pero no por sus virtudes -es más locuaz que elocuente, más desinhibido que liberal, más familístico que individualista, más quejoso que rebelde, más mediático que popular- sino por las actitudes que suscitó esta semana.
La más increíble de todas -llegó al borde del ridículo- es la del senador Carlos Ominami.
Después de haber comprometido su apoyo a Eduardo Frei ahora declaró que votará por Enríquez-Ominami.
Si se tratara de escoger entre la locuacidad de uno y la parquedad del otro, entre la desinhibición del primero y la informalidad de fin de semana del segundo, entre la sorpresa y la rutina, la gente entendería. Pero no. Las razones que esgrimió el senador fueron otras:
"A un hijo -declaró- no lo voy a dejar solo (...) no hay razón electoral, emplazamiento, amenaza o ultimátum que me vaya a hacer cambiar mi condición de padre".

Lo sorprendente entonces no es la decisión del senador sino las razones con que pretende apoyarla. Al parecer, el senador piensa que su posición en el partido le fue conferida para homenajear sus sentimientos y dar muestras de amor filial y no, en cambio, para ejecutar la voluntad colectiva de la que él mismo participó. Y por lo que se ve, piensa además que forma parte de los deberes del padre apoyar políticamente a sus hijos.

Inaceptable.

¿Qué diríamos de un juez que a la hora de dictar sentencia prevaricara a favor de su hijo y nos pidiera entendiéramos que, después de todo, se trataba de su hijo? ¿O del profesor que alterara las calificaciones de su retoño con el argumento de que el cariño puede más que la imparcialidad? ¿De un entrenador que prefiriera a su hijo explicando a la hinchada que, después de todo, es su descendiente? ¿Del árbitro de una licitación que prefiriera la oferta de su hijo, en razón de que es su hijo?

Con toda razón diríamos que el juez prevaricador, el profesor parcial, el entrenador fraudulento y el árbitro tramposo, no han entendido los deberes que se le confiaron. Y es que cuando nombramos a un juez, a un profesor, a un entrenador, o a un árbitro, lo hacemos no para que actúen siguiendo sus sentimientos, sino para que cumplan los deberes que son propios de su oficio.

Ese principio -que actuar en conformidad al deber supone, muchas veces, actuar en contra de nuestras inclinaciones emotivas- está a la base del comportamiento correcto. Una cosa es lo que uno desea hacer, otra lo que debe hacer; una cosa lo que nos hace felices, otra distinta lo que nos hace dignos.

Cuando se trata de las profesiones -la más vieja definición de una profesión es la de una actividad con la que la gente se gana la vida, de manera que la política es una de ellas- una cosa son los sentimientos privados, otra los deberes propios del oficio.

Por eso nadie puede ser senador de la República y vicepresidente de un partido político y, así y todo, sin pudor y sin escándalo, y confiriéndole al asunto visos de dignidad, dar como razón última de sus preferencias públicas los afectos personales (un aspecto de su vida emotiva que, aparte de los involucrados, no debiera interesarle a nadie).

Por supuesto ninguno debe discutir el derecho del senador a apoyar a quien le plazca (después de todo no hay nada demasiado atractivo en la oferta) pero lo que no resulta aceptable es que él revista esa decisión de sacrificio filial y pretenda además, en la pasada, llevar pan y pedazo: la gratitud del hijo y el apoyo del partido.

Y es que en esto la política es como la fe. En un momento hay alguien que le dice a usted con voz terminante: anda y mátame a tu hijo. Y quien no esté dispuesto a oír ese mandato o no entiende lo que es la política (algo difícil de creer en el senador Ominami) o la entiende pero cuenta con razones que no se atreve a hacer públicas para desobedecerla.


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