Xenofobia . Ricardo Solari
Observamos incontables episodios de xenofobia y racismo. El asalto de una poblada a un campamento gitano. El maltrato sistemático, por parte de individuos e instituciones, a los hábitos y estilos de la numerosa comunidad peruana. La criminalización permanente de las comunidades mapuches.
El asunto suma y sigue, y empieza a configurar un rasgo permanente de nuestra idiosincrasia.
Rasgo negativo, incompatible con la pertenencia exitosa al mundo global. Rasgo peligroso, porque apunta a privar al país de lo valioso de la diversidad objetiva de su paisaje social.
Esta patología tiene en Chile dos fuentes modernas. La primera, esa actitud de nuevos ricos que se acuñó en los escasos momentos de auge de fines de pinochetismo: el adiós a América Latina. Esa actitud patronal, de sentirse superiores al resto de nuestros vecinos, se manifiesta día a día, reflejando a estas alturas más ignorancia que autosuficiencia.
El otro germen de este mal es el que surge de una sociedad tan desigual, en donde la exclusión de otros es un signo de afirmación y de precaria identidad. Una sociedad tan segregada, que sólo reproduce discriminación.
La xenofobia no tiene límite de edad. Estuve el año pasado en una actividad con niños peruanos residentes en Santiago. Ellos se quejaban del maltrato y de los sentimientos agresivos que recibían de sus pares.
En otra faceta del mismo drama, a propósito de actos de violencia en el sur del país, vemos que se ha activado un duro dispositivo comunicacional destinado a adjetivar toda acción delictual que ocurre en esos territorios como el resultado de la acción de grupos mapuches. Antes de que actúen, y eventualmente condenen, los tribunales de justicia. El efecto social es obvio: días atrás, un pacífico ciudadano vestido con atuendos mapuches no pudo entrar al Palacio de La Moneda, por ser considerado una amenaza. Se trata de la misma lógica tras la famosa frase racista carioca a propósito del crimen en Río de Janeiro: “blanco corriendo, atleta; negro corriendo, ladrón”.
El nuevo alcalde de Santiago, probablemente también presionado por estas pasiones, intentó imponer sesgado orden e “higiene”, cargando contra las peruanas y sus cocinerías en la vía pública, rutina esencial de alimentación de miles de ciudadanos. Afortunadamente, y de modo sensato, rectificó, articulando un pacto de razonables estándares con estas proveedoras de alimentos.
Pero lo más grave de los últimos años ha sido el ataque de un grupo numeroso de pobladores a un campamento gitano en Puerto Montt, atribuyéndoles sin pruebas a algunos integrantes de esa etnia la responsabilidad en la muerte de un vecino en un atropellamiento. Asaltaron el campamento, incendiaron vehículos y carpas, impidieron el acceso de bomberos y policías, y estuvieron a punto de generar una inmensa tragedia.
Esta combinación de sociedad cota mil, que no se mezcla, este nacionalismo de trasnoche (sorprendentemente estimulado por los éxitos deportivos de una selección de fútbol brillantemente dirigida por un extranjero), este resentimiento de aquel que se siente disminuido en una sociedad tan desigual, pero que a su vez discrimina y segrega, es una sociedad presa de una grave enfermedad. No incurable, porque es de suponer que generaciones más escolarizadas, más conectadas al mundo multiétnico, serán tolerantes y capaces de construir en Chile una sociedad plural y fusionada, que valore sus etnias y aprecie el aporte de las comunidades extranjeras. Que se sienta orgullosa de lo que gana este país con la presencia masiva de peruanos, argentinos, bolivianos, colombianos, ecuatorianos, cubanos, asiáticos, que por doquier trabajan en Chile, entre otras cosas, en lugares y oficios que aquí nadie prefiere. Que entienda que esos médicos extranjeros que salvan vidas en consultorios recónditos merecen admiración, no condenas.
Lo que hay por delante es una soberbia tarea del sistema escolar, de los medios de comunicación y de los líderes, para educar ciudadanos globales para este milenio que, sin alternativa, se viene intensivo en tolerancia y diversidad.
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