viernes, abril 17, 2009

HACIA UNA DEMOCRACIA SOCIAL.Marta Cruz-Coke. Eduardo Palma


PROLOGO
La reflexión sobre los fundamentos de nuestra acción política nos lleva a la pregunta : ¿Existe una moral política? ¿Hay una dimensión ética de la realidad de la política?
En tanto que partido político, ¿cual ha sido nuestra respuesta histórica a estas preguntas?.
¿Cual es nuestra respuesta actual? No en las palabras sino en los hechos.
Breve recuento de los principios básicos que orientaron la acción política de la D.C. (Que por sabidos se callan y por callados se olvidan.)
No caer en la moralización de la política. La política como ejercicio de la moral burguesa, marxista, etc.
La política es autónoma, pero está referida al universo ético. Su fin es el bien común. La comunidad política es una exigencia para la realización humana. La legitimidad ética del poder político se funda en su búsqueda del bien común.
La comunidad política es así una comunidad mucho mas amplia y más perfecta que la comunidad civil ,por cuanto no busca bienes particulares como ésta, sino el bien general.
El problema decisivo de la moral política es el de la justificación ética del poder. El poder político, ¿es fuerza, es dominio, es autoridad? Postulamos que es autoridad. La autoridad emana de abajo hacia arriba. Es la capacidad que tiene alguien de hacerse obedecer, de conducir a la comunidad , no en función de la fuerza o del poder ejercido desde arriba sino del reconocimiento que la comunidad le entrega por su función, su prestigio o cualquier forma de superioridad. Entonces nace y se afirma la obediencia profunda, basada en el respeto critico y dialogante que hace crecer a ambos, el que dirige y el que acepta ser dirigido.
La autoridad bien ejercida permite y hace posible el ejercicio de la ciudadanía. Porque el ejercicio del poder por la autoridad es participativo. Hay un derecho y un deber de participar. Para hacerla efectiva , esa participación debe ser amplia, vale decir informada, transparente, etc. y jurídicamente estructurada. Y esa es la tarea de la autoridad.
Una sociedad debe ser conducida por una autoridad política que le diseñe caminos y le abra espacios para la realización humana de sus miembros. Esa es la tarea de un partido político dotado de autoridad ciudadana, basada en la credibilidad y en la confianza pública.
La teoría liberal ha postulado la libertad como bien supremo de la comunidad humana.
Nuestra ética política postula la igualdad. La igualación. La posibilidad, para cada miembro de la comunidad ser igual dentro de su originalidad personal, cultural, económica, social, laboral.
Postulamos la sociedad del acceso. Porque afirmamos el destino universal de los bienes culturales, sociales , económicos y laborales.
La democracia actual representa una lenta maduración del espíritu humano. Es un camino de maduración que debe perfeccionarse de acuerdo al tiempo y a las cambiantes condiciones sociales y teniendo siempre presente como condición intransable que el ser humano es autor, centro y fin de toda la actividad económica y social.
Este breve y obvio resumen de lo esencial de los fundamentos en que , históricamente, basamos nuestra acción política como partido D.C. nos trae a la mente nuestras actuales y esenciales fallas.
La D.C. fue grande cuando tuvo lideres con autoridad. Porque eran lideres morales que habían hecho de la política el ejercicio de una ética ciudadana. La política es el “cuidado” de la ciudad. Ellos cuidaron su ciudad humana. Cuidar es amar, preocuparse, actuar conforme a principios de cuidado.

La D.C. fue grande cuando los principios de la sociedad política se sobrepusieron a los de la sociedad civil, es decir cuando los objetivos particulares se supeditaron al bien común, y cuando el poder fue un instrumento de servicio. Cuando el partido, como un todo, buscaba el bien social, ,la democracia social, tenía un proyecto país conforme a esos principios y realidades. Y cada miembro del partido estaba dispuesto a hacerse de lado cuando fuera necesario en función del bien común. Cuando su conducta era coherente con sus principios.

La D.C. fue grande mientras funcionó en la gratuidad. Buscando el bien común, lo demás , el poder, se le dio por añadidura.

Hoy es pequeña. Busca fines pequeños: resultados electorales individuales. Calcula, combina. Se le notan las intenciones sesgadas. Transpiran por todos lados las ambiciones personales.

Es pequeña porque ha dejado de ser una sociedad política en busca de la democracia social , para transformarse meramente en una sociedad civil en busca de fines particulares que pueden cubrirse con el nombre de democracia política.

Y así, al dejar de ser una sociedad política, todos los que buscan un partido con principios y coherencias conductuales se retiran, se retraen o simplemente permanecen indiferentes.

Mientras el partido no entienda que la única salvación de su futuro como partido y como posibilidad política radica en su retorno a las fuentes de acción de sus principios, a las fuentes espirituales de esta acción, a la gratuidad confiable de la acción, estará condenado al fracaso político y electoral.

A la manera de Benjamín Subercaseaux , digamos “que mi partido fue grande, que ahora es pequeño y que no es otra la razón de mi afán”.

I. Dimensiones de la actual cultura política nacional

A. Los procesos seleccionados

El examen suscinto de la cultura nacional está destinado a conocer el contexto donde se inscribe el proyecto cultural democratacristiano. Se han seleccionado dos grandes procesos que moldean la cultura política nacional contemporánea. Obviamente, hay diversos otros procesos de influencia cultural. De los procesos seleccionados, uno es de alcance universal y, nos afecta ya desde el siglo XX. El otro, es exclusivamente nacional y de carácter derivado, pues resulta del conjunto de políticas públicas de la concertación durante el proceso de transición y de instalación de la nueva democracia política (1989-2007), aunque sus raíces aparecen con anterioridad en la historia del Chile republicano.

El proceso universal es la secularización, asociado estrechamente a la modernización de las sociedades. En Chile, el primer hito formal de la secularización lo constituye la separación de la Iglesia Católica del Estado, al tenor de la Constitución de 1925. La secularización es un proceso de avance progresivo y abarca todos los órdenes sociales. Así, las diversas instituciones en proceso de secularización transitan hacia nuevos estadios de mayor autonomía y separación de la esfera religiosa. También, aparecen modalidades de secularización espúrea cuyas iniciativas carecen de fundamentos éticos consistentes para fundar la convivencia social. Sólo un análisis específico de cada una de las propuestas, algunas de las cuales figuran en la actual agenda de los países democráticos avanzados, permite discernir su compatibilidad parcial o total con los valores del personalismo, comunitario y democrático.

El segundo proceso es una síntesis, o si se prefiere, el vector resultante de diversos procesos de la sociedad chilena en las últimas décadas, los últimos años de la dictadura y los gobiernos de la concertación. Esta tendencia, tal vez por lo inmediata, no es percibida suficientemente y, aquí es señalada, sin intentar mostrar todas sus causas y consecuencias. El crecimiento económico del país, durante este período, es un hecho inédito en la historia nacional. Este notable crecimiento, en el contexto de la historia económica del país, ha significado más riqueza para toda la sociedad y, por ello, se han ampliado los grupos medios y ha disminuido la extrema pobreza. Sin embargo, la paradoja del crecimiento ha sido el acrecentamiento de las desigualdades sociales, anteriormente existentes. La distribución de los frutos del crecimiento ha sido obviamente desigual. Así, se han consolidado las instituciones y los mecanismos de apropiación particular de los diferentes estratos sociales. Siempre hubo, segregación social en las ciudades, ahora ella es profunda; los ciudadanos de los barrios pobres y ricos no llegan a verse. La educación muestra sus diversas modalidades, según los respectivos grupos sociales a quienes es impartida y, su efecto global es mantener la división de la sociedad en estratos sociales diferenciados. Hay también segregación, en las modalidades para alcanzar empleos, en los estilos de descanso, del disfrute cultural y del mismo ocio. Esta diferenciación alcanza hasta los estilos de culto religioso y de las diversas manifestaciones de la liturgia y de la caridad. En breve, el crecimiento económico extraordinario ha significado la distribución desigual de sus logros y la cristalización y consolidación de instituciones y mecanismos sociales diferenciados con sus respectivos estilos de vida. Es indispensable señalar que las desigualdades sociales son constitutivas de la historia social de la nación, desde la encomienda colonial, pasando por la hacienda republicana y la generación de nuevas plutocracias, en la segunda mitad del siglo XX. En rigor, durante el siglo XX, especialmente su segunda mitad, la incorporación social de nuevos estratos sociales disminuyó la desigualdad, aún si el crecimiento económico fue discreto. En la última década del siglo XX, y, en la actual, el desarrollo más bien capitalista clásico, ha aumentado las riquezas y ha cristalizado las diferencias sociales existentes desde siempre.

La tarea actual de la Democracia Cristiana con fidelidad a su razón histórica de ser, consiste en definir una meta histórica concreta para las próximas décadas. La definición del objetivo debe evitar la enfermedad infantil del ideologismo, que imposibilita tomarlo en serio o precisarlo de manera correcta. Además, los excesos ideológicos siempre resultan contraproducentes, pues los sostenedores del orden los usan como peligro para consolidar lo establecido.

Ahora, simplemente debemos en las próximas décadas ampliar y fortalecer la democracia, avanzando hacia una democracia social. Algunas de sus características pueden llamarse una sociedad del bienestar, un Estado del bienestar, etc.

El objetivo es lograr un avance decisivo hacia una democracia social a través de un proceso de igualación, esto de convergencia y participación real en el proyecto democrático del país. En concreto, una tendencia hacia la igualación en los beneficios y logros del crecimiento y en la distribución de bienes materiales e inmateriales a través del proceso de políticas públicas. El proceso de igualación ha provocado en el pasado una oposición cerrada de los partidarios del particularismo de las identidades de los grupos y clases. Durante el proceso hacia la igualación de la segunda mitad del siglo XX, las voces opositoras eran enérgicas. Así, Ricardo Cox, denunciando el “igualitarismo antioligárquico” (Revista Mapocho, Nº 23, 1970, pp 150/151) decía: “Llamamos versión de la realidad o estructuras social la noción explícita o implícita de esta dinámica social. Ahora bien, la versión izquierdista de nuestra realidad y estructura ignora, falsea y oculta la dinámica auténtica de nuestra realidad y la sustituye por una imagen inmovilista donde sólo se destacan las desigualdades con caracteres odiosos mediante el uso de un cierto lenguaje inapropiado ex profeso”. Actualmente, ningún dirigente social o político con algún relieve, defiende, explícitamente, la desigualdad. Sus reflexiones sobre el tema apuntan hacia los peligros del populismo y todas sus tentaciones. Además, de manera muy genérica se confía en que la inserción del país en el mundo globalizado, permitiría en el futuro disminuir la desigualdad. Hasta ahora, en verdad, es prematuro concluir en algún sentido determinado, ya sea negativo o positivo, con respecto al impacto de la globalización en las estructuras sociales nacionales, según las diferentes épocas y países de América Latina. Un criterio recurrente es defender como único camino hacia la igualdad, el crecimiento dinámico y la distribución por rebalse, evitando las pugnas sociales de los conflictos suma cero. Es obvio que el crecimiento contribuye a una distribución más factible. Con todo, la igualación no será el fruto automático de ningún proceso económico. El combate por una democracia social, cualquiera que sea la estrategia de desarrollo, es un esfuerzo voluntario, lúcido y perseverante.

Tampoco se puede asociar el objetivo de una democracia social a ciertas estrategias o estilos de desarrollo del pasado (dirigismo y exceso de regulaciones, un rol excesivo del Estado, etc.).

Ni menos suponer que el esfuerzo por alcanzarla supone el uso de tecnologías obsoletas. No el servicio de este objetivo debe contarse con la tecnología más avanzada.

B. Las subculturas políticas

La secularización y sus diversas manifestaciones, así como la cristalización de las desigualdades sociales, y el concurso de otros procesos nacionales señalan los elementos para la subdivisión de la cultura política nacional. Se trata de cuatro subculturas cuyos perfiles no siempre son bien precisos. Se debe advertir que la subdivisión está destinada a un propósito analítico: señalar adecuadamente las tensiones y obstáculos que debe enfrentar el proyecto cultural democratacristiano. Sin embargo, tampoco son cuatro estereotipos para fines de propaganda o para facilitar triunfos retóricos o de papel. Por cierto que el espacio de las subculturas políticas no siempre identifica a los valores profesados por todos los miembros de los partidos y sus adherentes. El espacio cultural y demográfico ocupado es más amplio que el, organizacional o burocrático, propio de los partidos.

1. La subcultura que articula el integrismo católico con una orientación económica y social de carácter neoliberal.

La gran novedad de esta época -final del siglo XX y comienzo del XXI- es la aparición y desarrollo de una escuela neoliberal en el orden económico y social con una gran capacidad de articulación con algunas versiones de la fe católica. Esta escuela ha sido hegemónica en este período histórico. En efecto, en primer término las posturas neoliberales son la que hasta ahora mejor se concilian con la modernidad y especialmente la postmodernidad, y las que explican y justifican con mayor autoridad técnica la inserción en mundo globalizado. Sus enfoques, como se explicitará más adelante, convocan siempre a una unión sagrada de la tecnocracia moderna, esté donde esté, incluyendo por cierto, parte del campo de la izquierda, y de la Democracia Cristiana. Y, en segundo término, su convocatoria abarca a los grandes empresarios y ciertos emprendedores, es decir algunos de los sujetos activos de la vida económica.

Paradójicamente, los sostenedores del integrismo católico neoliberal están siempre proclives a la unidad con los liberales en materia de política pública económica y, simultáneamente, a mantener con ellos una limitada y discreta controversia en los temas valóricos. Talvez, los neoliberales más auténticos sean menos indulgentes con aquellos liberales, defensores en el pasado o el presente, de las instituciones y mecanismos de la democracia política.

Los que participan de esta postura pretenden articular perfectamente sus dos términos: una concepción católica integrista y una orientación económica y social neoliberal. Desde un examen crítico y externo a esta subcultura se puede señalar contradicciones y cuando no, verdaderas incoherencias. (Así la adhesión al neoliberalismo -del mismo modo- que la simpatía de algunos teólogos de la liberación por el marxismo, intenta separar sus análisis de los supuestos filosóficos. Los materialismo de izquierda y de derecha tienen semejanzas).

2. La subcultura que profesa un liberalismo económico y político, privilegiando el funcionamiento del sistema capitalista con mínimas regulaciones y la dimensión única y exclusivamente política de la democracia

Las personas que integran este subconjunto cultural manifiestan una fe occidental -hoy día, políticamente correcta- en la democracia y el mercado. La democracia es sólo la política, en rigor, la democracia procedimental, esto es la referida a las instituciones y mecanismos inherentes al doble principio de legitimidad democrática: protección de los derechos humanos primarios y la regla de mayoría, traducida en las elecciones sinceras para tomar decisiones. Naturalmente, en la ampliación de los derechos humanos a los, de segunda y de tercera generación, hay opiniones favorables, pero no hay una preocupación común, mayoritaria y central. De esta manera, la democracia social no está en el horizonte de esta subcultura. Con respecto al régimen capitalista, la preocupación principal es terminar con las regulaciones para incentivar el dinamismo económico. En la práctica, nunca se acepta que, a veces, funciona un capitalismo salvaje. Al límite, es la defensa del capitalismo nacional, tal como él es, inserto ahora en un mundo globalizado, destacando el rol empresarial como fundamental para el desarrollo y obviando las críticas sustanciales al modelo vigente.

3. La subcultura sedicente de progresista que defiende la ampliación democrática a otras esfera sociales y económicas (democracia social y económica)

Con frecuencia la mayoría de los que profesan esta cultura abogan por la intervención del Estado y el aumento de las regulaciones. La conciencia de izquierda mas generalizada y masiva, aspira a una democracia social que amplíe la meramente política. El gran obstáculo de la cultura de izquierda radica en que hasta ahora, en sus diferentes versiones históricas, el gobierno de Allende y aún antes, los del Frente Popular, y ahora los, de la concertación, no ha inspirado acciones políticas disciplinadas y perseverantes. En el pasado, el partido comunista era un modelo de disciplina, aunque desgraciadamente, sujeto a una lógica cultural stalinista. En el presente, la disciplina social es, fundamental para avanzar hacia una democracia social ¿habrá posibilidades de lograrlo?

Hay que señalar, además, como factor negativo hacia la igualación social la influyente presencia dentro de esta subcultura de un grupo, más bien neoliberal, que asume su nueva posición como una rectificación de las antiguas posturas de los llamados socialismos reales (propiedad colectiva, planificación central y régimen de partido único). Estos sectores “renovados” a veces son los defensores de un liberalismo cultural extremo con una explícita aceptación del relativismo valórico. En el pasado, el carácter antirreligioso de estas posturas se fundamentaba en considerar a la religión y sus éticas conexas, “el opio de los pueblos”, y, en concreto, una rémora para la consolidación del socialismo en la etapa de dictadura del partido único. Hoy día, el grupo más relativista se fundamenta en otros consideraciones, ajenas al marxismo tradicional, para su combate contra ”oscurantismo” religioso y ético que impide, en su opinión, el progreso social y cultural.

4. La subcultura socialcristiana

La subcultura socialcristiana cuya gravitación en las últimas décadas ha sido de importancia en el país, muestra ahora signos de carecer de la consistencia y la gravitación anterior. De una parte, el proceso de secularización, ahora, es impulsado, de manera explícita o implícita, por diversas fuerzas culturales que conforman las subculturas antes mencionadas. En los diversos momentos del avance del proceso secularizador ha habido confusión para una discernimiento ético de sus diferentes propuestas, especialmente las que afectan a la vida humana, a la familia y a otros bienes morales. El integrismo católico presiona negativamente la situación antes descrita, al reducir los temas valóricos a los ligados a ciertas y determinadas prohibiciones del decálogo.

La subcultura socialcristiana, además, ha cumplido recientemente una difícil tarea: ser el sustrato más sólido de la democracia chilena para alcanzarla y mantenerla. El liberalismo cultural chileno apoya ciertas libertades pero no la igualación. El progresismo cae bajo la tentación autoritaria cuando ve que su programa de igualación no avanza con rapidez. El desafío está abierto.

C. Tensiones, conflictos y consensos culturales

La subcultura socialcristiana se enfrenta a dos obstáculos de importancia para alcanzar en estos días una influencia en la socialización cultural. El principal obstáculo, por la extensión y profundidad de los disvalores que lo sustentan, es el actual sustrato cultural de la desigualdad. El otro, aparece en los desplantes de la secularización convertida en un proceso espúreo y falaz.

La hegemonía neoliberal no es simplemente el predominio o la moda reinante de una cierta idea económica singular. Por cierto que hay una ortodoxia neoliberal entorno a los supuestos más próximos al núcleo vital de la escuela. La hegemonía se ejerce sobre un amplio sector de economistas, académicos y especialmente divulgadores en la comunicación social.

La desigualdad se apoya en ciertos aspectos de las subculturas antes mencionadas, aunque, obviamente, ningún grupo ni tampoco persona singular acepta ser un defensor de la desigualdad. La desigualdad se mantiene por el concurso permanente de múltiples políticas públicas de acción u omisión, cuyo vector resultante es mantenerla. Con todo, para mantener la desigualdad se requiere un esfuerzo suplementario: por una parte, acciones de diversión que ocultan la naturaleza de las políticas públicas, y de otra, declaraciones falsamente retóricas con las cuales se apoya el combate por la igualdad, ya sea en la educación, salud, la seguridad social, la vivienda y, en todas y cada una de las áreas de desarrollo social, económico y cultural.

La subcultura liberal cuyo continuum se extiende hacia la derecha y también hacia la izquierda del espectro político, favorece, como una de sus verdaderas tendencias principales, la desigualdad prevaleciente o pospone para un futuro incierto y lejano el avance hacia la igualación. Asimismo, pese a sus declaraciones de principios, el integrismo católico neoliberal llega a ser un sustento principal de la desigualdad. Por su parte, las subculturas progresista y socialcristiana, por debilidad, oportunismo o confusión, no cumplen su tarea principal en pro la disminución, acelerada aunque paulatina, de las diversas brechas de la desigualdad. En el caso socialcristiano, en ciertas ocasiones de crisis económica hay, verdaderamente otras prioridades para el crecimiento y la estabilidad de la economía que postergan las tareas hacia la igualación. Sin embargo, con frecuencia se llama populismo a todo esfuerzo hacia políticas públicas a favor de la justicia social. Hay personas de buena fe que discuten la severidad de la desigualdad social. Con frecuencia, para cuestionar los juicios críticos al orden social prevaleciente se emplean dos tipos de falacias:

1. La, anacrónica, según la cual, en otras épocas hubo una mayor y más profunda desigualdad. (Obviamente, la pobreza absoluta fue mayor en el pasado, y muy visible en la sociedad rural) y

2. La conformista, según la cual, actualmente las personas, al interior de una inmensa y ampliada clase media, no perciben o no declaran ser objeto de la discriminación, la exclusión u otras formas de desigualdad. (Estos juicios acerca del conformismo se apoyan en una ilusión óptica: el efecto homogeneidad del consumo de masas actual que uniforma los estilos de vida).

Al referirnos a la secularización lo hemos considerado como un proceso inevitable y hemos concentrado nuestra crítica en la secularización espúrea y falaz, al suponer ingenuamente que, el fin de todas las prohibiciones éticas es necesario para alcanzar la liberación humana. Este documento no tiene como finalidad referirse a las exigencias para alcanzar una sociedad “vitalmente cristiana” ni tampoco, las, necesarias para caminar durante el siglo XXI hacia una “civilización del amor”. Esas cuestiones son cruciales y suponen una nueva evangelización a partir de las realidades de la vida moderna y post moderna. No cabe duda que el mundo actual es pagano o neopagano, ya que se ha olvidado el Evangelio. Este es el trasfondo de los actuales males culturales, sociales, económicos y político. Si hemos optado por omitir este tema fundamental es para evitar ciertas confusiones habituales en la relación entre ética, religión y política.

Afirmamos como indispensable que todos los actores en la vida democrática expliciten los fundamentos de la ética, en que fundan la convivencia social. Ningún sujeto social puede pretender estar ajeno a tal responsabilidad común. En cambio, se debe aceptar como legítimo, el pluralismo de visiones religiosas o la de su ausencia; así, ateos y agnósticos gozan del mismo status de los que profesan una fe religiosa. Sin embargo, ni el ateismo ni el agnosticismo pueden ser excusa para no explicitar la ética que alienta sus acciones.

En la vida democrática sería un gran progreso espiritual que, todos aquellos que, en la deliberación colectiva construyen las normas de convivencia, nos expliciten los fundamentos y razones éticas en que fundan sus juicios.

II. Una fuerza política

1. La controversia y la definición previa

Si la cultura socialcristiana quiere prolongar su razón de ser debe convertirse en una fuerza política, capaz de integrar a la nación y llevar a adelante, el proyecto de igualación social.

Este último proyecto enfrenta poderosos obstáculos en primer término, la configuración de una constelación liberal, más bien de derecha, según la terminología habitual. Dentro de esa constelación el mayor acuerdo, si lo hay, y, no del todo perseverante, sería terminar con la extrema pobreza, cuya visibilidad debilita al mercado y a la democracia política. (La igualación sería un programa a largo plazo, confiando en la maduración del capital humano, a través de la inversión educacional.) Los integristas católicos de orientación neoliberal, mostrarían su especificidad, contribuyendo a los programas asistencialistas para erradicar la extrema pobreza.

El segundo obstáculo, tan poderoso como el primero consiste en la dificultad política y técnica para lograrlo. Es útil recordar que el politólogo norteamericano, Robert Dahl, ha señalado con rigor y profundidad, las tensiones entre capitalismo y democracia, según datos empíricos universales, de diversas épocas. En breve, existe una tensión, que frente al tema de igualación social nos señala la dificultad de la democracia política, coexistiendo con el capitalismo, para alcanzar el status de una democracia social. (Según Dahl, los progresos serían posibles pero incompletos y parciales).

La referencia teórica anterior debe complementarse con las dificultades heredadas de la transición hacia la democracia chilena. El trauma de la Unidad Popular y la rehabilitación de la base capitalista, realizada por el gobierno militar, representan una dificultad adicional al proyecto de igualación social. La recuperación del capitalismo, inédita en el siglo XX chileno, favorecida por el consenso de Washington y, el fin del colectivismo totalitario, a fines del siglo XX, marcan hitos fundamentales de la transición chilena.

No es entonces de extrañar que, en voz baja en los círculos políticos de técnicos y profesionales, (Renovación Nacional, PPD y, también un importante grupo DC) florezcan las tendencias que ponen el acento en la expansión productiva, y, en las oportunidades abiertas por la globalización, para una mejor distribución de los frutos del crecimiento. En esos ambientes se llama ideologismo, a todas las ideas de los demás que se asocian con fenómenos del pasado, definidos también de manera reduccionista: movilización social, concientiización, etc. etc. Los renovados, los antiguos militantes y dirigentes, ayer, más o menos revolucionarios, hoy día, más o menos, neoliberales, contribuyen a poner una lápida a cualquiera rectificación en el futuro. La realidad y la verdad subjetiva de los actores coinciden: no hay que hacer ningún esfuerzo adicional hacia una democracia social. El campo político está enmarcado: democracia política con reglas fundamentales y mercado como, un orden económico. No hay en el planeta, salvo ciertas amenazas ecológicas, alguna fuerza o idea mejor que una combinación de democracia política y mercado.

2. Las razones de una fuerza política

La explicación de las dificultades tiene como único sentido mostrar la magnitud de la nueva tarea de la democracia cristiana. Es inútil describir los obstáculos como simples y fáciles. Por el contrario, al señalar las verdaderas dimensiones de los inconvenientes se está afirmando que si la democracia cristiana no se constituye en una verdadera fuerza política ha optado, sin decirlo, por la subcultura liberal que acepta como el objetivo histórico ya alcanzado, la democracia política y el mercado.

Una fuerza política nace de una adhesión voluntaria a una disciplina compartida. Al iniciar este documento se recreó la doctrina acerca de la sociedad política y la sociedad civil. Y, se mostró como imprescindibles los cambios en los comportamientos políticos personales para mostrar a la opinión de todos nuestros compatriotas que una nueva democracia cristiana reconcursa para asumir la conducción de la nación. La adhesión voluntaria, ojalá fervorosa y libre, al consentimiento de una disciplina compartida es lo que restituye la confianza mutua entre los miembros de la organización y que se trasmite a la sociedad. Sabemos que se trasmite porque tenemos convicciones democráticas profundas y porque la historia de la nación lo muestra repetidamente. La fuerza política significa calidad en las tareas de representación y conducción de la vida política. De ahí surge la necesidad de mejorar la calidad del reclutamiento de los representantes y funcionarios. La calidad moral y técnica de los dirigentes es fundamental para convencer en la deliberación política.

Para fortalecer la democracia, ampliando su espacio de cobertura e implementación del campo político al, social, se requiere aumentar la deliberación política, concluyendo con el hermetismo y el elitismo en la elaboración y toma de decisiones en la política pública. Sólo el aumento y mejoría cualitativa de la deliberación puede entregarle a los partidos una renovada confianza de los ciudadanos. Durante la etapa inicial de la transición, a fines de los años ochenta y comienzo de los noventa, por razones inherentes a la época inicial de la implantación democrática, fue necesario un cierto hermetismo tecnocrático en la fase de elaboración de las decisiones. Ahora se necesita una elaboración democrática orgánica de las decisiones de los partidos, con fidelidad al programa gubernamental y con un diálogo verdadero con los socios de la respectiva coalición. Una elaboración democrática orgánica significa que la discusión se realiza en los órganos que los estatutos señalan como los debidos y legítimos. La elaboración excluye toda demagogia y todo populismo. En la elaboración de las políticas hay que tener presente los fundamentos técnicos y políticos de la decisión. El verdadero secreto de la democracia contemporánea es articular las decisiones con un sustento técnico adecuado, es decir, con el concurso de las ciencias y de las tecnologías. Al interior de los partidos se debe generar la aproximación y la amalgama de perspectivas sobre diversos temas de discusión. La democracia se corroe en sus fundamentos, si el diálogo entre los políticos y técnicos es reemplazado, por el monólogo de los tecnócratas o de los caudillos políticos. Asimismo, debe tenerse en cuenta que la deliberación cuya finalidad es ampliar la democracia a través de un cambio social responsable significa devolver a la función pedagógica de los partidos un papel insustituible. En efecto, los partidos del orden establecido, no necesitan ni emplean la capacitación política de sus miembros. Por el contrario, un partido que propugna el cambio social necesita una concientización social de sus integrantes. Los errores, los desplantes y, cuando no las frivolidades, en los intentos de concientización durante la Unidad Popular, no deben ser óbice para descartar este instrumento fundamental de promoción humana. Otra necesidad es ampliar la discusión de las ideas. También, so pretexto de no ampliar la movilización y, eventualmente, la polarización, se ha puesto fin, de parte de la democracia cristiana, al combate por las ideas. Sin acceso a los medios de comunicación somos los objetos y no los sujetos de la comunicación. Por cierto que la derecha o la izquierda extraparlamentaria, jamás han cesado el combate por las ideas. Así ha ocurrido con los grandes temas de la transición y con la agenda política de la concertación. En breve, hay que volver de manera actualizada a la deliberación política democrática con todas sus exigencias y dimensiones inherentes.

El cambio social implica una definición programática convencional, esto es, un acuerdo cuyo valor radica en la buena fe de los participantes en la deliberación previa, y sujeto a la restricción de no replantear la discusión hasta el momento oportuno o adecuado. La definición de instrumento es una convención porque no tiene ninguna garantía científica que otorgue certidumbre de su eficacia y valor. Si son tan azarosas las medidas técnicas, ¿para qué, entonces, sustentar una disciplina programática? En primer término, porque la deliberación colectiva es una forma mejor de iluminar un discernimiento adecuado a las meras opiniones individuales. Y, en segundo término, un conjunto incoherente de opiniones individuales desprestigia por caótico el objetivo perseguido. Una fuerza política adquiere autoridad cuando sus deliberaciones son seguidas de una disciplina en los acuerdos. Así, también, se prestigia la crítica y el examen plural de todas las cuestiones.
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