sábado, marzo 28, 2009

Un espejo social .Felipe Berrios


Una larga y rizada caballera rubia. Camisas exclusivas y lujosas colleras. Ternos confeccionados a la medida con telas finas. Pulseras de diamantes negros, zapatos de cuero de cocodrilo y un reloj Rolex que cuelga de la muñeca como si fuera una chuchería. Vehículos millonarios o limusinas tan largas como ridículas. Ostentosas donaciones de caridad, millonarias propinas y sándwiches y helados para la galería.Para algunos es un sujeto pintoresco que le da un toque de fanfarrea a tanto personaje grave. Para otros es tan desubicado como el “Moai frente al Estadio Nacional” pues trajo a nuestro monótono Chile todo el brillo de neón, la plata fácil y lo artificial que tiene la ciudad de Las Vegas. Muchos se olvidaron de sus penurias viéndose a sí mismos como serían si fueran millonarios. Los medios lo vieron como un buen elemento para captar público y los con más conciencia social, como un escándalo de ostentación. No faltaron quienes vieron en él encarnado el sueño de la felicidad que nos ofrece el consumo y quisieron hacerlo candidato a Presidente quizás esperando que tal vez con él al fin el anunciado “chorreo” diera sus frutos.

Su estilo no es el mío; sin embargo, él me despierta simpatía. Lo veo un hombre bueno, generoso y simple casi al borde de lo ingenuo. Un hombre que trabajó duro ganando un sueldo mísero que si no le caía una buena propina no le alcanzaba para vivir. Él cuenta que una vez un cliente magnánimo le dio una propina de cien dólares que no sólo le arregló el mes, sino que le grabó para siempre en su corazón la idea de que si algún día él tuviera dinero nunca dejaría de ser generoso y trata de ponerlo en práctica. Su filosofía de vida tiene algo del pirquinero nortino que sacrificadamente recorre palmo a palmo el desierto con la esperanza de que algún día descubriría la veta de la fortuna y cuando la encuentra no escatima sus gastos y la derrocha con la misma gratuidad con que la obtuvo.

Aunque su fama sea tan llamativa y efímera como el destello de un fuego artificial, su popularidad tiene algo de un espejo social. Contrastan en él las críticas a su cabellera rubia de los que se tiñen rubios, el malestar por su ostentación de quienes se olvidaron de la austeridad, el escándalo de sus autos lujosos de quienes usan similares vehículos y el reproche a sus repartijas de dinero de los asiduos a los juegos de azahar y casinos.

Nuestra ambigüedad hacia él quizás tenga su origen en la segunda parte del cuento de La Cenicienta que el escrito sólo insinuaba. La fábula terminaba en que la sirvienta que trabajaba duro y que no tenía futuro le tuerce la mano al destino al tener la fortuna de casarse con un Príncipe. El epílogo de la leyenda sentenciaba: “se casaron y vivieron muy felices”. Reconozcamos que eso podría suceder en el país imaginario del cuento pero no en Chile. Nuestro personaje nos ha hecho constatar que la segunda parte de la vida de La Cenicienta que insinuaba aquel epílogo no puede existir en la sociedad chilena. En Chile no basta casarse con la fortuna para ser feliz. Aquí a algunos nunca les permitirán ser ellos mismos ni ser felices. Chocarán contra el muro infranqueable del clasismo.

El clasismo de la sociedad chilena no aceptará jamás que se pueda destacar alguien por cuyas venas corra sangre de Cenicienta.

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