domingo, diciembre 19, 2010

El aborto lícito. Carlos Peña

Carlos Peña.jpgEl proyecto presentado esta semana por Matthei y Rossi debería ser aprobado. Y es que se trata de un proyecto mínimo, que no hiere las creencias de nadie. Incluso los católicos cultos —los pocos que leen a Santo Tomás— debieran prestarle apoyo. El proyecto deja impune el aborto en dos hipótesis: cuando el feto es inviable y cuando la interrupción del embarazo es la consecuencia de salvar la vida de la madre. No hay nada revolucionario ni transgresor en esta propuesta.
Hasta un santo la endosaría.


El primer caso que contempla es el del feto inviable. Es difícil exagerar el dramatismo de este caso: la evidencia indica que el feto será incapaz de vida independiente y morirá en el vientre materno o apenas alumbre ¿Qué hacer entonces? ¿Obligar a la mujer a perseverar en el embarazo infructuoso o permitirle que lo interrumpa?
El proyecto opta por la segunda alternativa: permitirle que aborte.
Y es que el Estado no tiene razones para obligar a la mujer a mantener un embarazo sin destino. ¿Acaso podría esgrimir la protección de una vida humana independiente? No, puesto que se sabe que no la habrá. ¿Quizá proteger la salud de la madre podría ser una razón? Tampoco, puesto que lo más probable es que obligarla al sufrimiento la empeore. ¿Tal vez proteger las creencias que enseñan que el sufrimiento tiene un sentido trascendente y que soportarlo dignifica? En absoluto. Las creencias no se protegen obligando a la gente a comportarse en base a ellas. Una creencia genuina debe ser capaz de orientar el comportamiento sin llamar en su auxilio a la coacción estatal.
Desde luego sería inhumano obligar a una mujer que anida un feto inviable a abortarlo; pero ¿no es igualmente inhumano obligarla a sostener un embarazo que para ella no tiene sentido y que la hace, día a día, sufrir?
La solución del proyecto Matthei-Rossi —respetar la autonomía de la mujer— debe estimarse entonces correcta.
¿Qué debería ocurrir, por su parte, cuando se causa la muerte del feto a resultas de salvar la vida de la madre? Aquí tampoco parece haber dudas. Este acto es impune. Así se sigue de la conocida doctrina del doble efecto que se atribuye, en sus orígenes, a Santo Tomás. Un acto, explicaba el Doctor Angélico, puede tener dos efectos. Es el caso de la legítima defensa: se conserva la vida propia, pero se acaba con la del agresor. Uno de esos efectos es bueno y el otro malo ¿Cómo calificar entonces al acto que los produce? Como los actos se califican moralmente según la intención del agente —argumentaba el santo en la Suma de Teología II-II, cuestión 64, artículo 7— entonces causar la muerte en defensa propia es lícito. Mutatis mutandis —cambiando lo que hay que cambiar— si la acción se dirige a salvar a la madre y como consecuencia de ello se causa la muerte del feto, entonces el acto es moralmente correcto. Un católico dirá que en tal caso no hay aborto, sino una consecuencia indirecta de un acto terapéutico. Pero sea que se le llame aborto terapéutico o consecuencia indirecta, la conclusión es la misma: el Estado no tiene en ese caso derecho a castigar.
En esto moros y cristianos están de acuerdo: si el acto se dirige a salvar la vida de la madre, y con ello se causa la muerte del feto, el acto debe quedar impune.
Es exactamente lo que establece el proyecto que se presentó esta semana: “No se considerará aborto –dispone el proyecto- cuando se produzca la muerte del feto como consecuencia de una intervención, tratamiento o administración de algún fármaco que sea indispensable para salvar la vida de la madre, lo que deberá ser certificado por tres médicos".
La regla deja impune la interrupción del embarazo causada incidentalmente, como consecuencia de acciones terapéuticas destinadas a salvar la vida de la madre.


Santo Tomás estaría plenamente de acuerdo con el proyecto.

El misterio que resta dilucidar es porqué el conservantismo católico se empeña en discrepar con el santo.