domingo, agosto 01, 2010

¿Misión imposible?. Ricarte Soto

La justificación para eliminar a la Empresa de Transportes Colectivos del Estado (ETCE) fue que era ineficiente. ¿Ineficiente para quién? ¿Alguien podría afirmar que los empresarios del transporte, en sus distintas etapas, brindaron un buen servicio a los usuarios?
El Transantiago, cuya corta vida ha transcurrido entre enchulamientos y reingenierías, nuevamente será sometido a modificaciones en otro intento por transformarlo en un sistema más amigable y funcional. Para ser justos, las múltiples manitos de gato han logrado, en parte, revertir el caos de los primeros meses de este experimento. Pero nadie supo finalmente quién fue el responsable del incumplimiento de la promesa de un sistema que por satélite dirigiría el tráfico de las máquinas.
La única certeza es que el Transantiago no cumplió con la aspiración de contar con un transporte que dejara atrás el tercermundismo. Pero hay que reconocer que la miopía del pasado contribuyó bastante a que esta idea de una profunda transformación se convirtiera en una nueva frustración.
Precisamente, cuando hoy se redacta un proyecto de ley que, entre otros, contempla intervenir las empresas en caso de caducidad o quiebra, instalando inmediatamente un operador provisorio, no puedo dejar de pensar que entre 1953 y 1981 tuvimos una Empresa de Transportes Colectivos del Estado (ETCE). Hasta mediados de los 70, la ETCE tuvo su propia flota y uno de los buses símbolo de esa época fue el Mitsubishi Fuso, una máquina especialmente diseñada para el transporte urbano, con la cantidad necesaria de hileras de asientos y puertas, así como un motor y caja de cambio robustas. Largo y no tan ancho, sirvió durante casi 20 años en Santiago y otras ciudades. El dogma de abolir todo lo que oliera a empresa estatal que se instauró a partir de 1973 terminaría enterrando a la ETCE. La gran justificación ideológica para su eliminación fue que era ineficiente. ¿Ineficiente para quién? ¿Alguien podría afirmar que los empresarios del transporte, en sus distintas etapas con sus “liebres” y micros colorinches o amarillas, brindaron un servicio profesional a los usuarios? ¿No habría sido conveniente mantener un cierto contrapeso a su poder omnímodo?
Otra tara es nuestra obsesión por construir el futuro destruyendo lo que existe, entendiendo la modernización como un permanente homenaje a Atila, donde es indispensable arrasar con todo.
Hoy, bajo el pavimento de Santiago, aún podemos divisar el trazado de las líneas de tranvías que los “hunos” de la época decidieron cerrar, ya sea por falta de visión de futuro, por rapiña o ambas razones. Es innegable que si hubiésemos mantenido y ampliado ese sistema, nos habríamos ahorrado gran parte de los problemas de contaminación y saturación de las calles que vive la capital. A nivel regional, tampoco fueron muy brillantes los que siguiendo el dogma de la rentabilidad económica sobre la rentabilidad social, dejaron morir las redes de ferrocarriles y tranvías suburbanos.
Ciertamente, no tiene ningún sentido lamentar los graves errores del pasado, así como la funesta decisión de haber dejado exclusivamente en manos de privados un servicio esencial para la comunidad. Sin embargo, sería conveniente recordar de tiempo en tiempo lo sucedido y abandonar los dogmas para planificar el futuro de un transporte que trate dignamente a los usuarios, algo que hasta ahora aparece como fatalmente imposible.La Nacion.