¿Por quién doblan las campanas?. Jorge Navarrete.
Los ex presidentes son personajes un tanto incómodos: no hay dónde ponerlos ni dónde sentarlos. Quizás como pocos, tienen la libertad para expresar sus ideas y emitir opiniones desde un cierto pedestal que les otorga la dignidad de su estatus.
Sin embargo, esta aura republicana, que exacerba sus cualidades y los blinda de la crítica pequeña, se pierde con facilidad en la medida en que se verifican dos circunstancias que son incompatibles con la idea del patrimonio transversal: primero, participar activamente del debate político contingente; y, segundo, ser percibido como un futuro contendor o adversario (palabra tan de moda por estos días).
Y es por eso que no debería sorprendernos, por menos edificante que a ratos nos parezca, que el actual gobierno haya sido sorprendido ya en dos ocasiones -filtraciones propias mediante- materializando operaciones políticas destinadas a desacreditar los logros y la credibilidad de sus oponentes.
Pero el doble discurso no es un patrimonio exclusivo de quienes gobiernan, sino también se ha instalado en los debates por el liderazgo al interior de la propia oposición. Es decir, la vigencia política de Michelle Bachelet también incordia y atemoriza a quienes se sienten sus legítimos sucesores. En los hechos, se produce un dilema un tanto perverso: ¿Cómo defender lo obrado por el otrora oficialismo, sin que eso contribuya a potenciar la posibilidad de que la ex presidenta se repita el plato?
En efecto, esta preocupación se evidenció con las declaraciones públicas de varios dirigentes concertacionistas, quienes alertaron sobre la inconveniencia de iniciar una prematura carrera presidencial. Si entiendo bien, lo que ellos plantearon -al menos tuvieron el coraje de decirlo públicamente- es que los intentos por posicionar hoy a Bachelet en la contienda por volver a La Moneda conspiraban contra un necesario proceso de renovación en los liderazgos y las ideas.
Se trata de un punto válido e interesante. Así al menos lo han entendido Frei y Lagos -más por resignación que por convicción, sostienen algunos- en la medida en que la última elección marcó un cambio de ciclo en la dinámica política general, y en la Concertación en particular. Desde esta perspectiva, y más allá de todos los honores y reconocimientos, los ex presidentes son figuras ancladas en la época que termina y no en la que comienza.
Sin embargo, y refiriéndome específicamente a Michelle Bachelet, esta mirada oscurece otra importante dimensión de su capital político: a saber, la capacidad para promover y liderar un profundo debate interno que convoque a un conjunto de individuos y grupos, cuyo aprecio y reconocimiento mutuos están bastante alicaídos. Más todavía, varios de los dirigentes políticos que tradicionalmente identificamos como las promesas de la renovación no siempre han estado a la altura de los desafíos, tanto en lo que se refiere a su desempeño individual como a la reflexión de un nuevo proyecto colectivo.
Contrario a lo que muchos perciben, tengo la sospecha de que la ex presidenta pudiera estar más interesada en contribuir a la fortaleza y vida útil de su coalición, que a la idea de volver a desempeñar la Primera Magistratura. Pero si este es el caso, creo se requieren gestos más explícitos que evidencien esa voluntad.
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