La tradición de la derecha . Carlos Peña
¿Y qué le parece el acuerdo de vida en común que promueve Allamand? —preguntó el periodista.
Mal, muy mal —respondió Sergio Diez—. La familia transmite la tradición a nuestros hijos. Eso no sucede en la cosa homosexual. Eso —concluyó— no es familia, no es nada.
Esas palabras reflejan, como en un ejemplo, algunos de los más acendrados prejuicios que animan a parte de la derecha en Chile.
Desde luego, la idea de que la tradición es buena por sí misma.
La idea de que si algo duró desde tiempos inmemoriales —desde el apellido a las costumbres— tiene un valor intrínseco que conviene cuidar más allá de toda otra consideración. La sospecha de que lo que soportó el paso de los años es, por ese solo hecho, digno de ser transmitido.
Es fácil advertir que esa idea —que está en el centro del conservantismo— es una simple falacia. Lo propio de los seres racionales es preguntarse si aquello que reciben —por herencia o por costumbre— es bueno, en cuyo caso deben conservarlo, o malo, caso en el cual deben cambiarlo. Pero esto de suponer que la tradición tiene un valor en sí misma simplemente no se sostiene.
Con el criterio de Diez —llamemos por un momento criterio a lo que no es más que un simple prejuicio— se suprime de la vida social toda reflexividad y los seres humanos, los hombres y las mujeres, no tendríamos tarea más digna en este mundo que la de transmitir a las nuevas generaciones lo que, por nuestra parte, hemos recibido.
Simplemente absurdo.
Lo que corresponde no es cultivar la tradición, sino someterla a examen una y otra vez para ver si está a la altura de las convicciones morales que son propias de una sociedad democrática.
Y eso es justamente lo que el proyecto de Allamand pretende hacer cuando promueve el reconocimiento de las uniones de hecho, sean heterosexuales u homosexuales.
Tras ese proyecto está la idea —del todo acorde con el respeto que nos debemos unos a otros los miembros adultos de una sociedad democrática— de que la pareja heterosexual unida en matrimonio no es la única que merece ser reconocida desde el punto de vista estatal. Y esa idea surge no sólo de constatar que en los hechos hay parejas gays o heterosexuales que rehúsan casarse, sino del principio al que —en contra de la tradición que defiende Sergio Diez— han arribado las sociedades democráticas: que los seres humanos adultos merecen igual respeto y reconocimiento por la forma en que decidan vivir su afectividad.
Pero Sergio Diez —que en esto es un digno representante de la derecha conservadora— cree que dos seres humanos adultos pueden decidir libremente algo a la hora de su sexualidad y, así y todo, el Estado negarles el reconocimiento con el prejuicioso y absurdo argumento de que una unión de esa índole no preserva suficientemente la tradición.
Por supuesto hay cosas superiores a la tradición a la que Sergio Diez atribuye, a ciegas, tantas virtudes. A la tradición de considerar a las mujeres inferiores o destinadas, por voluntad celestial, a las tareas hogareñas se opuso el principio reflexivo de la igualdad con los hombres; a la tradición de que hay grupos sociales superiores desde el punto de vista del origen se opuso la idea de que cada uno es responsable de sus actos y de su desempeño, y ninguno de la herencia que recibe; y a la tradición que los gays, y otras minorías, no merecen reconocimiento se opuso la idea de que todos merecemos igual respeto y consideración.
Si la tradición fuera el argumento final, los derechos humanos (los mismos cuya violación Sergio Diez, usando la mentira, alguna vez ocultó) no tendrían tampoco ningún valor. Todas las ideas que subyacen a ese tipo de derechos —la no discriminación, la autonomía— tienen como objetivo corregir la tradición en vez de protegerla.
Si las ideas que defiende Sergio Diez —un hombre en retirada— fueran sólo de él, no habría de qué preocuparse. Pero desgraciadamente ésas son las ideas —por llamarlas así— que de un tiempo a esta parte hegemonizan a la derecha, mientras sus grupos más liberales guardan un inexplicable silencio.
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