jueves, mayo 13, 2010

El verdadero modelo de Piñera. Patricio Navia

Aunque ha dicho que sus modelos de gobierno son los del Presidente Aylwin y del mandatario francés Nicolás Sarkozy, el estilo activo, diligente y personalista del colombiano Álvaro Uribe es el que más ha privilegiado el Presidente Piñera en sus dos meses de gobierno. La mayor fortaleza institucional de Chile hace improbable que ese estilo de presidente omnipresente produzca aquí resultados similares a los de Colombia. Además, ya que es improbable que se discuta la re-elección presidencial inmediata, la sucesión presidencial tocará la puerta de Piñera mucho antes de que se acostumbre a ser Presidente......No es fácil ser Presidente de derecha democrático. No hay modelos útiles de gobiernos derechistas en Chile. La dictadura de Pinochet tiene un pecado de origen y sus numerosos aciertos están indeleblemente manchados por las violaciones a los derechos humanos. El gobierno de Jorge Alessandri (1958-64) fue, en el mejor de los casos, discreto. Tampoco existen demasiados modelos exitosos en América Latina. Varios líderes de ese sector se han esmerado en no parecerlo, como Vicente Fox (2000-06) en México o Fernando H. Cardoso (1994-2002) en Brasil. Otros despiertan sospechas de insuficiente convicción democrática, como Alberto Fujimori, o insuficiente probidad, como Carlos Menem. Así como la izquierda cae en la tentación del populismo, la derecha cae en la tentación del autoritarismo.
También es complicado inspirarse en los gobiernos exitosos de derecha en Europa. Sarkozy tuvo un inicio promisorio, pero su gobierno se ha ido desdibujando. El legado de Aznar está marcado por escándalos de corrupción que sacuden al Partido Popular. La experiencia de Thatcher es demasiada lejana y la de Cameron aún no se materializa.
La lista de modelos de gobiernos derechistas se reduce entonces a la exitosa experiencia de Álvaro Uribe en Colombia. Electo en 2002, Uribe llegó a la presidencia de una nación en crisis, asolada por la guerrilla y el narcotráfico. Personalizando y concentrado el poder, puso en el tope de la agenda la lucha contra la guerrilla. Con la política de seguridad democrática, demostró liderazgo. Su proyecto de país era claro y simple. En parte porque él mismo fue víctima de la violencia (su padre fue asesinado por las FARC en 1983) y porque su carrera se inició en Medellín (capital de Antioquia, la región de mayor influencia del narcotráfico), su mensaje sedujo a un pueblo agotado por décadas de violencia.
Rápidamente, Uribe logró avances en su guerra contra las FARC y las drogas. Con apoyo del gobierno estadounidense que vivía en el apogeo de su poder militar después de los atentados del 11 de septiembre, Uribe hizo oídos sordos cuando sus aliados cruzaron la raya de la legalidad. La independencia de las instituciones colombianas permitió destapar escándalos que involucraron a decenas de políticos aliados del presidente que a través de milicias paramilitares usaban las mismas herramientas de violencia y violaciones a los derechos humanos que la guerrilla.
Pero en un país que comenzaba a salir del pantano del miedo, Uribe se convirtió en la personificación de la seguridad democrática. Después de lograr una modificación a la constitución que permitía la re-elección, Uribe triunfó para un segundo periodo en 2006. En un país cuyas instituciones corrían el riesgo de devenir en narco-cracia, Uribe se alzó por sobre las instituciones para combatir a la guerrilla y el narco. El presidente privilegió el contacto directo con la gente, a través de constantes visitas a terreno y consejos comunales. A partir de las peticiones populares, ordenaba la construcción de puentes, caminos, escuelas. Al oír quejas de la gente, amonestaba ministros y removía personeros de confianza. En un país cuyas instituciones estaban asoladas, el presidente se convirtió en la gran institución. El éxito de Colombia era el éxito de Uribe. El Presidente se había convertido en figura imprescindible. Su persona era la garantía del éxito de la política de seguridad democrática.
Pero Uribe no era infalible. Debido a que equivocadamente apostó a una victoria republicana en Estados Unidos en 2008, no pudo coronar su trayectoria con un acuerdo de libre comercio con Washington. En parte, Uribe terminó siendo víctima de su propio éxito. Al promover la seguridad democrática, facilitó el camino para que algunas instituciones mantuvieran su autonomía e independencia. Cuando el presidente dio luz verde a sus aliados para impulsar una reforma constitucional que permitiera una nueva re-elección, la Corte Constitucional le cerró el paso. Ahora, su brillante carrera política se termina con una enorme popularidad, pero contra su voluntad. Uribe se queda con el amargo sabor de una innecesaria derrota que internacionalmente es aplaudida como un triunfo de la democracia y las instituciones colombianas.
Hoy, Uribe parece incapaz de traspasar su popularidad a su candidato presidencial Juan Manuel Santos. Las encuestas muestran una carrera mucho más reñida de lo que anticipaban los analistas. Después de concentrar el poder por tanto tiempo, Uribe es incapaz de proyectar su legado a través de la victoria de su delfín presidencial.
Ya que la democracia supone que la gente tiene al menos dos opciones distintas donde escoger, es crucial que exista una derecha democrática, exitosa y con proyecto de país convocante y atractivo. En ese sentido, el desafío de Piñera es similar al de sus predecesores Aylwin, Lagos y Bachelet. En tanto Aylwin debía demostrar que la democracia podía producir más desarrollo, Lagos debía despejar dudas sobre la capacidad de la izquierda para gobernar bien. Bachelet dejó en claro que una presidenta con las faldas bien puestas también se la puede. Un gobierno exitoso de Piñera mejorará sustancialmente la calidad de la democracia al dejar en claro que los chilenos tienen opciones razonables para escoger.
Por eso, el Presidente Piñera debiera repensar su modelo de gobierno. Parece aconsejable alejarse del presidencialismo personalista de Uribe y en cambio fortalecer la democracia de instituciones. Más que un presidente en terreno, Chile requiere de un gobierno instalado a cabalidad. Más que chaquetas rojas demostrando presencia, el país precisa de instituciones que funcionen sin conflictos de interés y sin personalismos excesivos. Ya que el electorado chileno es moderado, y votó por cambio en un contexto de continuidad, aún a costas de arriesgarse a ser catalogado como el quinto gobierno de la Concertación, Piñera debiera profundizar la senda de mandatarios que pusieron más énfasis en las instituciones que en sus liderazgos personales.
El terremoto desnudó debilidades y evidenció insuficiencias. Pero no derribó instituciones democráticas. Chile no requiere de presidentes imprescindibles. Es innecesario en Chile hoy el estilo de cercanía activa, presencia permanente y personificación del poder que exitosamente implementó Uribe en Colombia. La premura del calendario político −que obliga a los partidos perfilar presidenciables para las municipales de 2012− debiera servir de advertencia para Piñera. El éxito de su gobierno también se medirá en su capacidad para proyectar su legado más allá de 2013, con un candidato que represente a una derecha moderna que ha entendido que las instituciones son más importantes que las personas.
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