sábado, mayo 15, 2010

Café con vista a la calle .Agustín Squella

Leo que un escritor lamenta no disponer ya de tiempo para tomar un café mirando a la calle. He hecho antes el elogio del café, del café cortado, sobre todo si lo pides con abundante espuma enriquecida con granos de azúcar y te tomas luego algún tiempo en retirarla con la cucharilla para anegar el paladar con su pasajera suavidad. Pero una cosa es el elogio de la bebida que llamamos café, otra el del lugar donde la tomamos, y una tercera el de la circunstancia que cumplamos con el rito del café y del Café observando lo que ocurre en la calle que da entrada a éste. Yo, que leo y escribo en el Café, o que repaso los apuntes de la clase que debo dar más tarde, suelo escoger una mesa interior alejada y algo oculta para los demás parroquianos. ........Pero cuando entro al Café sin otro motivo que estar allí y sentir el agrado de suspender toda actividad, opto por una mesa próxima a la ventana que da a la calle y combino entonces el deleite de la bebida con la apaciguadora sensación que produce observar los desplazamientos de la gente, sólo interrumpida cuando automovilistas fuera de sí hacen sonar innecesariamente las bocinas. Extrañamente, esta vez pensaba en la política, y concluía que el actual Presidente tiene más protagonismo que liderazgo, mientras la coalición opositora menosprecia los liderazgos que posee y parece todavía lejos de alcanzar el punto de inflexión que marque el fin de su prolongada caída.
La calle que miras desde el Café es siempre la misma, aunque su movimiento y colorido ofrecen día tras día leves variaciones que te permiten disfrutar una vista a la vez familiar y desconocida. Circulan vehículos, pero no son los mismos, van y vienen transeúntes, pero son siempre distintos, exceptuada la bicicleta que un cliente singular asegura todos los días en uno de los árboles que dan sombra al Café y descontados los parroquianos que en días soleados hablan incesantemente de fútbol en una de las mesas exteriores. Allí suele instalarse también el dueño del local, manteniendo siempre a la vista la puerta de ingreso para recibir y despedir a los clientes con una invariable sonrisa. Un comerciante retirado permanece fuera de la conversación y dirige indagadoras miradas a los que pasan, idénticas a las que en otro tiempo daba a los que entraban a curiosear a su tienda de perfumes. Nunca hay una mujer sentada a esa mesa exterior, lo cual la empobrece y vuelve también más interesante, porque así es como funcionan las cosas en la realidad. Esa ausencia garantiza la perfecta continuidad de la conversación sobre fútbol, pero priva a los comensales de la súbita y metálica risa de mujer que puede iluminar el lugar donde te encuentras.
Si en algún momento me canso de lo que podía verse en la calle, vuelvo la mirada del lado interior y observo a los otros que toman allí su café, leen el periódico, pasan sin prisa las páginas de una revista bajo la bombilla de luz que los alumbra, se afligen con algún recuerdo o especulan sobre cómo mejorar su suerte. Algunos trabajan con sus notebooks, o tal vez saquen solitarios o busquen en la red algo que los inflame, pero todos muestran una inusual concentración en lo que enseñan las pantallas. Uno de los mozos se acerca para darme información sobre el probable ganador de una de las carreras de la tarde, y yo le devuelvo la mano con una fija en el clásico de la jornada. Al día siguiente nos daremos mutuas explicaciones ante el fracaso de nuestros preferidos.
Y así todo el tiempo, atrapados y conformes con la existencia, en medio de la cálida y segura protección que brindan aquellos lugares que congregan grupos reducidos y en los que cada uno de los desplazamientos y sonidos que se escuchan te recuerdan que continúas vivo y todavía apto para aquello en que consista la felicidad.
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