martes, abril 20, 2010

La Iglesia disparatada . Carlos Peña

Para eludir la lenidad que ha mostrado frente a la pedofilia, la Iglesia Católica no ahorra disparates.
Primero el Papa exhortó a lanzar la primera piedra a “quien estuviere libre de pecado” (olvidando así que una cosa es el pecado y otra el delito que cometen algunos de sus miembros); luego el predicador de la Casa Pontificia, Raniero Cantalamessa, equiparó los reclamos contra la Iglesia al discurso antisemita (como si las quejas de las víctimas fueran tan ilegítimas como el discurso nazi y como si los que amparan la pedofilia fueran tan injustamente perseguidos como los judíos); más tarde el Cardenal Errázuriz dijo que, gracias a Dios, en Chile los casos “eran poquitos” (como si lo repudiable radicara en el número), y en fin el Cardenal Bertone sugirió que había una relación entre homosexualidad y pederastia (confundiendo así, bochornosamente, una simple correlación al interior de la Iglesia, con la causalidad)......Un desacierto tras otro.
Ese conjunto de disparates muestra cuán desorientada está la Iglesia respecto de sus deberes públicos.
La Iglesia Católica —al igual que cualquier otra confesión— tiene todo el derecho a promover la forma de vida que juzga virtuosa y a divulgar las creencias que tiene por verdaderas. Y los ciudadanos, por su parte, tienen todo el derecho de adherir a ellas libremente.
De eso no cabe duda.
Pero hay dos cosas que la Iglesia no tiene derecho alguno de hacer y que, sin embargo, mediante ese puñado de disparates, ha hecho: encubrir los actos de sus miembros que la ley civil tipifica como delitos y atribuir peligrosidad a una orientación de la vida sexual que la ley civil considera lícita.
Es cosa de recordar un par de incidentes.
Por estos días la prensa internacional —que en esto, todo hay que decirlo, se muestra más ágil e interesada que la nuestra— ha divulgado un intercambio de cartas. En ellas el entonces Cardenal Ratzinger se muestra reticente a expulsar a un sacerdote implicado en un caso de pedofilia. Al ser urgido por el obispo de Oackland a desahuciar al pedófilo, Ratzinger manifiesta que esa decisión tomará un periodo largo debido a la necesidad de considerar el efecto que tendría en “el bien de la Iglesia Universal”.
Es decir, en opinión de Ratzinger, cuán rápido o lento deba reaccionar la Iglesia frente a un pedófilo, no depende de la maldad del acto, sino de las consecuencias que ello acarrearía a la Iglesia.
Esa actitud es inaceptable.
x Ninguna entidad —ni una Iglesia, ni una Universidad, ni un partido político— tiene derecho a poner su propio bienestar por sobre la protección de bienes que la ley civil —es decir todos: creyentes y no creyentes— consideran dignos de protección. Tratándose de esos bienes —es el caso de la integridad de los niños— no es lícito calcular qué tanto daño causaría a la propia institución cumplir con el deber de protegerlos ¿Qué pensaríamos del director de un colegio que pospone la expulsión de un profesor que abusa de los alumnos, con el pretexto que, primero, debe calcular las consecuencias que esa decisión provocaría al prestigio de la escuela?
Y así como la Iglesia no tiene derecho a encubrir o aligerar el castigo a conductas que la ley civil considera delictivas, tampoco tiene derecho a hacer lo que hizo Bertone: atribuir peligrosidad social a una condición —como la homosexualidad— que la ley civil considera lícita. Ser homosexual, heterosexual, negro, blanco, chino o mapuche, son condiciones que una sociedad abierta estima lícitas. Adscribir consecuencias peligrosas a una condición lícita —insinuar que alguien es peligroso no por lo que hace, sino por lo que es— constituye pura y simplemente un acto de discriminación que debiera causar el repudio de todos.
Lo que ese puñado de disparates —los de Bertone, Cantalamessa, Errázuriz o Ratzinger— muestra, es que el problema de la Iglesia no son sus creencias, sino la mala comprensión de sus deberes ante la ley civil.
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