El lenguaje confrontacional del Presidente . Ricardo Solari
"En 20 días yo siento que hemos avanzado más que otros, tal vez, en 20 años”. “Estamos abiertos a las críticas constructivas, pero no vamos a escuchar las críticas que vienen de la ignorancia o de la mala intención”. “Sólo los muertos y los santos no tienen conflictos de intereses”. De acuerdo a una interpretación caritativa, estos últimos dichos del Presidente podrían considerarse como parte de las dificultades que tiene para acostumbrarse al hecho de que ya no es un candidato en campaña. Pero a la retórica mesiánica que cultivó en ese contexto, agrega ahora cierto olimpismo (el nuevo “estándar”, como lo bautizó recientemente Carlos Peña) y algo de pimienta incendiaria en sus dichos. ¿Es excesivo acusar arrogancia e intolerancia en las palabras del Jefe de Estado? ¿No se percibe cierto rechazo al escrutinio público detrás de estas respuestas a legítimos cuestionamientos de la oposición?
Si ello fuese así, tenemos un doble problema.....Por un lado, ese tipo de intervenciones delatan la significativa autoestima del orador respecto de sus condiciones para esa función. Pero ya el exceso de confianza y entusiasmo le ha jugado malas pasadas (como su desafortunada declaración de “alegría” por el desenlace de la “larga y dolorosa enfermedad” de Mónica Madariaga). Por otra parte, el Presidente tiene que enfrentar los desafíos de una democracia cuya estructura institucional obliga a lograr amplios consensos. Las tareas de reconstrucción hacen obligatorio que sea capaz de crear un clima de confianza entre los distintos actores políticos. Un lenguaje empático es esencial para hacer que esto ocurra.
Otro aspecto del discurso presidencial que afecta las posibilidades de una reconstrucción integradora es la grandilocuencia en los anuncios. Ya durante su campaña Piñera mostró la intención de inflamar la fantasía de los ciudadanos con grandes promesas sobre delincuencia, creación de empleos y desarrollo. Pero partiendo su mandato incumplió una de ellas, adquirida voluntariamente, al demorar la venta de su parte de LAN. Lo más grave de ese episodio fue su reacción frente a la legítima pretensión de la opinión pública de confrontarlo respecto de ese irritante asunto. Para plantearlo en un léxico que gusta a la derecha chilena tradicional: un pecado llevó a otro. Las dificultades provocadas por el terremoto deben ser atendidas frente a la población afectada de otra manera, con lenguaje preciso y sin altisonancia. La conflictividad potencial de un camino distinto es inmensa.
La historia reciente de Chile ofrece una lección definitiva sobre la importancia de cuidar las palabras. Ha sido Tomás Moulian quien probablemente ha caracterizado con mayor precisión la espiral de delirio discursivo en que se sumergió el bloque gobernante en la época de la Unidad Popular. Si bien Piñera (al igual que toda la clase política actual) está muy lejos de caer en esa ingenuidad respecto del lenguaje que Moulian atribuye a los dirigentes de izquierda de aquel entonces, ciertos elementos de su análisis pueden iluminar los peligros del exceso verbal. Según Moulian , la UP acabó por “transferir hacia el discurso la mágica capacidad de resolución de cuestiones que eran operativamente irrealizables, como si nombrar el deseo bastara para materializarlo (…) su discurso revolucionario (acabó siendo) el anuncio verborreico de proyectos y planes que no pueden materializarse, una acumulación delirante de palabras en el vacío” (Chile actual. Anatomía de un mito, p. 167). Aunque los tiempos son tan distintos, son reflexiones que no hay que olvidar.
Es de esperar que el Presidente Piñera modere su plática, siguiendo el modelo de sobriedad y cordialidad que caracterizó a la Presidenta saliente.
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Si ello fuese así, tenemos un doble problema.....Por un lado, ese tipo de intervenciones delatan la significativa autoestima del orador respecto de sus condiciones para esa función. Pero ya el exceso de confianza y entusiasmo le ha jugado malas pasadas (como su desafortunada declaración de “alegría” por el desenlace de la “larga y dolorosa enfermedad” de Mónica Madariaga). Por otra parte, el Presidente tiene que enfrentar los desafíos de una democracia cuya estructura institucional obliga a lograr amplios consensos. Las tareas de reconstrucción hacen obligatorio que sea capaz de crear un clima de confianza entre los distintos actores políticos. Un lenguaje empático es esencial para hacer que esto ocurra.
Otro aspecto del discurso presidencial que afecta las posibilidades de una reconstrucción integradora es la grandilocuencia en los anuncios. Ya durante su campaña Piñera mostró la intención de inflamar la fantasía de los ciudadanos con grandes promesas sobre delincuencia, creación de empleos y desarrollo. Pero partiendo su mandato incumplió una de ellas, adquirida voluntariamente, al demorar la venta de su parte de LAN. Lo más grave de ese episodio fue su reacción frente a la legítima pretensión de la opinión pública de confrontarlo respecto de ese irritante asunto. Para plantearlo en un léxico que gusta a la derecha chilena tradicional: un pecado llevó a otro. Las dificultades provocadas por el terremoto deben ser atendidas frente a la población afectada de otra manera, con lenguaje preciso y sin altisonancia. La conflictividad potencial de un camino distinto es inmensa.
La historia reciente de Chile ofrece una lección definitiva sobre la importancia de cuidar las palabras. Ha sido Tomás Moulian quien probablemente ha caracterizado con mayor precisión la espiral de delirio discursivo en que se sumergió el bloque gobernante en la época de la Unidad Popular. Si bien Piñera (al igual que toda la clase política actual) está muy lejos de caer en esa ingenuidad respecto del lenguaje que Moulian atribuye a los dirigentes de izquierda de aquel entonces, ciertos elementos de su análisis pueden iluminar los peligros del exceso verbal. Según Moulian , la UP acabó por “transferir hacia el discurso la mágica capacidad de resolución de cuestiones que eran operativamente irrealizables, como si nombrar el deseo bastara para materializarlo (…) su discurso revolucionario (acabó siendo) el anuncio verborreico de proyectos y planes que no pueden materializarse, una acumulación delirante de palabras en el vacío” (Chile actual. Anatomía de un mito, p. 167). Aunque los tiempos son tan distintos, son reflexiones que no hay que olvidar.
Es de esperar que el Presidente Piñera modere su plática, siguiendo el modelo de sobriedad y cordialidad que caracterizó a la Presidenta saliente.
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