miércoles, noviembre 18, 2009

Que se haga la luz. Jorge Navarrete

Lo que no ha quedado bien resuelto es la separación entre la actividad privada de Paul Fontaine y la justificación de algunas propuestas que, en el rubro, su candidato ha puesto en la palestra.
El conflicto de interés ha sido un tema recurrente en la campaña electoral. Quizás animado por el mayor protagonismo que la transparencia ha adquirido en el Estado, también hoy se escrutan con más severidad las prácticas del sector privado. De igual modo, nuestros ojos dirigen la mirada a lo que sucede en la contienda presidencial.
Aunque buena parte de las críticas se concentraron en la incapacidad de Sebastián Piñera para separar su protagonismo político del activismo en los negocios –frase textual de Andrés Allamand–, también se esbozaron reproches en contra del candidato del oficialismo, quien a la fecha aún no ha detallado la naturaleza y el giro de las operaciones que solventan su patrimonio.

Del igual manera, salieron a la palestra los asesores directos de los candidatos, muchos de los cuales –aunque no necesariamente con aspiraciones gubernamentales– poseen intereses que es necesario explicitar, muy especialmente de cara a explicar las propuestas que se han vertido en el debate público.

Aunque nuevamente la primera reacción fue revisar el entorno del candidato de la Alianza por Chile –recuerdo alguna columna de opinión de Eduardo Engel en este sentido–, también se hizo pública la relación profesional entre Eugenio Tironi y la cadena farmacéutica Salcobrand, la que a la fecha mantiene un litigio pendiente con la Fiscalía Nacional Económica por un cargo de colusión de precios.

Pese a que finalmente el mismo Tironi puso término a su vinculación contractual con dicha empresa, a primera vista no parecía reprochable que perseverara en dicha asesoría comunicacional a la cadena farmacéutica al mismo tiempo que se desempeñaba como estratega del candidato; en la medida en que el hecho se hiciera público y, más importante todavía, se despejaran las sospechas sobre la posible conexión entre ambas tareas.

Cualquiera que haya escuchado a Eduardo Frei podría constatar que su discurso no ha sido precisamente en defensa de la autorregulación del mercado. Muy por el contrario, la mayoría de sus propuestas discurre por fortalecer la actividad estatal e imponer restricciones a las empresas para evitar el abuso contra los consumidores. Incluso más allá de lo jurídicamente prudente, ha vertido fuertes juicios en torno a un episodio que a la fecha se ventila en nuestros tribunales.

Traigo esto a colación a propósito de lo que sucede en la candidatura de Marco Enríquez-Ominami, cuyo principal asesor económico –Paul Fontaine– mantiene intereses estrechamente ligados a los proyectos energéticos termoeléctricos, tanto a carbón como diésel. Nuevamente, se trata de una situación que no debe ser motivo de desdoro; más todavía, cuando el propio involucrado hizo explícita esta cuestión hace un par de meses en una columna del Diario Financiero.

Sin embargo, lo que no ha quedado bien resuelto es la separación entre la actividad privada de Fontaine y la justificación de algunas propuestas que, en el rubro, su candidato ha puesto en la palestra. La más vistosa de todas es aquella que consiste en un futuro royalty a los proyectos hidroeléctricos. Tratándose de una medida que afectaría los intereses de una industria que directamente compite con aquella en que participa Fontaine, junto a otros socios como Rodrigo Danús, tengo la impresión de que su justificación no ha sido del todo satisfactoria.

En primer lugar, tanto en Chile como en el mundo los royalties, como una forma de adicional de tributación, han sido utilizados en sectores o rubros que explotan recursos naturales no renovables (ej. la minería). En el caso del agua, se trata de un recurso renovable, el que adicionalmente, por la naturaleza de su uso, no se extingue ni consume en el proceso de generación eléctrica. La propuesta que hace Enríquez-Ominami es equivalente, en términos teóricos al menos, a proponer también un royalty para la energía eólica.

A continuación se utiliza un segundo argumento, a saber, que después de 21 años los proyectos ya estarían depreciados. Aunque se trata de una justificación interesante, no da cuenta de por qué sólo aplica a la energía hidroeléctrica. De igual manera, dicha justificación podría utilizarse para los proyectos termoeléctricos o a todo activo de infraestructura con más de dos décadas.

Por último, se ha llegado a decir que la justificación última descansa en el hecho de que las centrales hidroeléctricas se habrían privatizado a bajo precio. Aunque nuevamente se trata de un explicación atendible –algo así como un “impuesto de compensación”–, sorprende que recién ahora Fontaine utilice este argumento, en condiciones de que él fuera un importante ejecutivo de Enersis y Chilectra poco tiempo después de que ambas empresas fueran privatizadas.

Dicho todo lo anterior, lo que menos tiene presentación pública, habida cuenta la preocupación medioambiental que ha manifestado Enríquez-Ominami, es que no exista ni una sola palabra, como sí las hay en todo el mundo, para limitar el funcionamiento de una de las formas más contaminantes de generación eléctrica: ¿adivine cuál? Las centrales a carbón y diésel.
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