La delincuencia y su utilización política. José Galiano Haensch
Para los innovadores prácticos, profanos en derecho, “aislando o eliminando a los delincuentes se acaban los delitos”. Pero esto, obviamente, no constituye una política contra la delincuencia, sino una política de seguridad para medir los efectos de eventuales reincidentes.
Que usted, su familia y muchas personas como usted nunca hayan delinquido, y que en cambio miles de hombres y mujeres incurran con frecuencia en actos ilícitos, no significa que “el mundo esté dividido entre buenos y malos”, ni menos aún que sólo dependa de cada uno estar entre los honestos o entre los delincuentes. Dicho de otro modo: el libre albedrío es atributo de todos, pero los espacios de maniobra de la voluntad son muy heterogéneos y, en algunos casos, excesivamente estrechos
Quienes tenemos la suerte de sentirnos ubicados en la categoría de los lícitos no estamos en ella por méritos personales. Para ser más precisos: sólo hemos colaborado en una proporción insignificante para integrar el ventajoso bando de los buenos, si así pudiera llamarse esta afortunada condición. Afortunada porque si el aporte genético de nuestros ascendientes hubiera sido distinto, si no hubiéramos recibido la bondadosa ternura de la madre que nos tocó en suerte, si nos hubiera faltado el cariño familiar, el mensaje del maestro que nos comprendió o el afecto del amigo leal con que siempre contamos; si hubiésemos crecido en un ambiente social diferente y si en nuestra juventud nos hubiéramos visto acosados por la arbitrariedad, la injusticia intolerable, la crueldad o la desgracia, en fin, si desde la infancia hubiésemos experimentado lo que es el temor, la angustia, el hambre o la humillación, entonces nadie podría habernos pronosticado que no integraríamos, algún día, el contingente de la delincuencia.
En Chile, el delicado problema social y antropológico que culmina en el delito ha sido tema recurrente en el escenario político desde los inicios del período postdictatorial y los medios de comunicación han logrado su propósito de ubicarlo en el primer plano de preocupación. La intervención directa y personal del dueño de la mayor red periodística, en relación con los efectos de la delincuencia, no fue ocasional. Pero es lamentable que Paz Ciudadana haya abordado el tema sólo desde la perspectiva de sus consecuencias y no de sus causas. Sin asumirlo abiertamente como un dogma -porque sería una aberración científica demasiado grotesca-, la opinión conservadora o tradicional suele enfocar el fenómeno delictual como si fuera una debilidad propia de las democracias, cuyo mensaje pluralista, consensual, tolerante y humanitario proyectaría una especie de toldo de indulgencia y protección a favor de los delincuentes. En el contexto de ese discurso, el candidato de derecha ha teatralizado su antidelincuencia, dejando en el ambiente una cierta sospecha contra sus competidores, contra el gobierno e incluso contra los tribunales, como si en alguna medida todos ellos estuvieran por consolidar una suerte de mercado ilícito, cuyos agentes deben estar presos, para no perturbar el mercado legítimo.
El discurso ha sido reiterativo, pero también demasiado simple: “Acentuar la severidad de las penas; eliminar los beneficios procesales propios del derecho a la presunción de inocencia; reducir drásticamente las formas sustitutivas del cumplimiento de las penas privativas de libertad; y derogar la prerrogativa presidencial del indulto”.
En otras palabras: restablecer la doctrina penalista inspirada en una noción retributiva del derecho ofendido que considera el escarmiento como finalidad esencial de la pena. Para los innovadores prácticos, profanos en derecho, “aislando o eliminando a los delincuentes se acaban los delitos”. Pero esto, obviamente, no constituye una política contra la delincuencia, sino una política de seguridad para medir los efectos de eventuales reincidentes. La obsesiva inmediatez de su pragmatismo les oculta un dato elemental: la delincuencia no es un fenómeno estático, sino evolutivo. Nace en la fuente estructural de la sociedad, y si ésta no cambia, entonces su crecimiento vegetativo genera proporcionalmente el crecimiento cuantitativo de personas propensas a la delincuencia.
La humanidad lleva más de 2 mil años tratando de abordar la prevención del delito y el tratamiento del delincuente. A su estudio concurren no sólo juristas, sino también antropólogos, siquiatras, sociólogos, sicoanalistas y criminólogos, aparte de los sorprendentes descubrimientos aportados en las últimas décadas por la citogénesis y la neuropatología, cuyos avances están desplazando al derecho y a la moral del estudio de las conductas humanas. Es posible que en menos de dos décadas se adquiera el convencimiento de que condenar a presidio a un homicida sea tan absurdo como encarcelar a un tuberculoso, a un hepático o a un enfermo de cólera o peste bubónica.
Quien aspira a ser estadista debería ser capaz de comprender que el progreso de la ciencia no conduce sólo a perfeccionar las cosas, sino también a ennoblecer al hombre. Y que así como los enfermos no se aíslan sólo para evitar el contagio, sino para sanarlos, los delincuentes no pueden ser privados de su libertad con el único objetivo de evitar que dañen a otros.
En las ediciones del 10 de junio de 1969 y 11 de diciembre de 1970, El Mercurio publicó sendos artículos de quien era director de Criminología, Marco González Berendique. En ellos informaba sobre avances de la ciencia criminológica y la evidencia de responsabilidad de las sociedades en las conductas delictuales. Después de esa época sólo hubo espacio para las políticas de rigor. El viejo estilo inspirado en la doctrina del escarmiento sirvió para encubrir los atropellos de los derechos humanos, de los delincuentes y de los no delincuentes. Lamentablemente, 20 años de transición a la democracia no han sido suficientes para recuperar el curso de la ciencia en una de las materias más sustanciales del humanismo.
Es inexplicable que una persona que aspira a la Presidencia de la República reproche audazmente a los expertos sobre una materia que desconoce. No existen los sabihondos universales. Lo grave de la ignorancia es no darse cuenta de las extensas áreas del conocimiento humano a las que no se ha tenido acceso
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Que usted, su familia y muchas personas como usted nunca hayan delinquido, y que en cambio miles de hombres y mujeres incurran con frecuencia en actos ilícitos, no significa que “el mundo esté dividido entre buenos y malos”, ni menos aún que sólo dependa de cada uno estar entre los honestos o entre los delincuentes. Dicho de otro modo: el libre albedrío es atributo de todos, pero los espacios de maniobra de la voluntad son muy heterogéneos y, en algunos casos, excesivamente estrechos
Quienes tenemos la suerte de sentirnos ubicados en la categoría de los lícitos no estamos en ella por méritos personales. Para ser más precisos: sólo hemos colaborado en una proporción insignificante para integrar el ventajoso bando de los buenos, si así pudiera llamarse esta afortunada condición. Afortunada porque si el aporte genético de nuestros ascendientes hubiera sido distinto, si no hubiéramos recibido la bondadosa ternura de la madre que nos tocó en suerte, si nos hubiera faltado el cariño familiar, el mensaje del maestro que nos comprendió o el afecto del amigo leal con que siempre contamos; si hubiésemos crecido en un ambiente social diferente y si en nuestra juventud nos hubiéramos visto acosados por la arbitrariedad, la injusticia intolerable, la crueldad o la desgracia, en fin, si desde la infancia hubiésemos experimentado lo que es el temor, la angustia, el hambre o la humillación, entonces nadie podría habernos pronosticado que no integraríamos, algún día, el contingente de la delincuencia.
En Chile, el delicado problema social y antropológico que culmina en el delito ha sido tema recurrente en el escenario político desde los inicios del período postdictatorial y los medios de comunicación han logrado su propósito de ubicarlo en el primer plano de preocupación. La intervención directa y personal del dueño de la mayor red periodística, en relación con los efectos de la delincuencia, no fue ocasional. Pero es lamentable que Paz Ciudadana haya abordado el tema sólo desde la perspectiva de sus consecuencias y no de sus causas. Sin asumirlo abiertamente como un dogma -porque sería una aberración científica demasiado grotesca-, la opinión conservadora o tradicional suele enfocar el fenómeno delictual como si fuera una debilidad propia de las democracias, cuyo mensaje pluralista, consensual, tolerante y humanitario proyectaría una especie de toldo de indulgencia y protección a favor de los delincuentes. En el contexto de ese discurso, el candidato de derecha ha teatralizado su antidelincuencia, dejando en el ambiente una cierta sospecha contra sus competidores, contra el gobierno e incluso contra los tribunales, como si en alguna medida todos ellos estuvieran por consolidar una suerte de mercado ilícito, cuyos agentes deben estar presos, para no perturbar el mercado legítimo.
El discurso ha sido reiterativo, pero también demasiado simple: “Acentuar la severidad de las penas; eliminar los beneficios procesales propios del derecho a la presunción de inocencia; reducir drásticamente las formas sustitutivas del cumplimiento de las penas privativas de libertad; y derogar la prerrogativa presidencial del indulto”.
En otras palabras: restablecer la doctrina penalista inspirada en una noción retributiva del derecho ofendido que considera el escarmiento como finalidad esencial de la pena. Para los innovadores prácticos, profanos en derecho, “aislando o eliminando a los delincuentes se acaban los delitos”. Pero esto, obviamente, no constituye una política contra la delincuencia, sino una política de seguridad para medir los efectos de eventuales reincidentes. La obsesiva inmediatez de su pragmatismo les oculta un dato elemental: la delincuencia no es un fenómeno estático, sino evolutivo. Nace en la fuente estructural de la sociedad, y si ésta no cambia, entonces su crecimiento vegetativo genera proporcionalmente el crecimiento cuantitativo de personas propensas a la delincuencia.
La humanidad lleva más de 2 mil años tratando de abordar la prevención del delito y el tratamiento del delincuente. A su estudio concurren no sólo juristas, sino también antropólogos, siquiatras, sociólogos, sicoanalistas y criminólogos, aparte de los sorprendentes descubrimientos aportados en las últimas décadas por la citogénesis y la neuropatología, cuyos avances están desplazando al derecho y a la moral del estudio de las conductas humanas. Es posible que en menos de dos décadas se adquiera el convencimiento de que condenar a presidio a un homicida sea tan absurdo como encarcelar a un tuberculoso, a un hepático o a un enfermo de cólera o peste bubónica.
Quien aspira a ser estadista debería ser capaz de comprender que el progreso de la ciencia no conduce sólo a perfeccionar las cosas, sino también a ennoblecer al hombre. Y que así como los enfermos no se aíslan sólo para evitar el contagio, sino para sanarlos, los delincuentes no pueden ser privados de su libertad con el único objetivo de evitar que dañen a otros.
En las ediciones del 10 de junio de 1969 y 11 de diciembre de 1970, El Mercurio publicó sendos artículos de quien era director de Criminología, Marco González Berendique. En ellos informaba sobre avances de la ciencia criminológica y la evidencia de responsabilidad de las sociedades en las conductas delictuales. Después de esa época sólo hubo espacio para las políticas de rigor. El viejo estilo inspirado en la doctrina del escarmiento sirvió para encubrir los atropellos de los derechos humanos, de los delincuentes y de los no delincuentes. Lamentablemente, 20 años de transición a la democracia no han sido suficientes para recuperar el curso de la ciencia en una de las materias más sustanciales del humanismo.
Es inexplicable que una persona que aspira a la Presidencia de la República reproche audazmente a los expertos sobre una materia que desconoce. No existen los sabihondos universales. Lo grave de la ignorancia es no darse cuenta de las extensas áreas del conocimiento humano a las que no se ha tenido acceso
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