La gran prueba.Cristián Warnken
Cuando me preguntan qué soy, respondo: "Soy profesor de Estado en castellano". Ni doctor, ni licenciado, ni PhD. No. Profesor de Estado. Y lo digo con mucho orgullo. Y cada vez que lo digo, siento que se vuelve a encender ese fuego interior que no logra apagar ni la más rutinaria de las horas. Y las hay muchas en este milenario oficio que ha tenido entre sus filas a maestros excepcionales, como Jesús y Sócrates, y a millones de anónimos y modestos "parteros" de los talentos y aptitudes de los niños. Cuando decidí estudiar pedagogía, muchos de mis compañeros de colegio pensaron que estaba loco. Yo era parte de la élite de los colegios particulares, y mis padres, una familia de clase media, habían hecho todos los sacrificios para que yo recibiera la mejor educación. Para aquellos que éramos humanistas, el camino natural era estudiar derecho.
Pero marqué pedagogía. Y cuando lo hice, sentí la adrenalina del que está saltándose el guión secreto escrito para él, tal vez desde antes incluso de haber nacido. Desde que lo hice, sentí que mi vida profesional se asemejaba más a una aventura que a una carrera.
Y, de hecho, lo fue: los años en que ejercí como profesor en colegios en Santiago y la provincia son los más hermosos de mi vida. Yo había leído el lúcido y descarnado "Autorretrato" de Nicanor Parra, que resonaba en mis oídos cada vez que el cansancio o la desilusión me amenazaban después de las arduas jornadas escolares: "Soy profesor en un liceo oscuro,/ he perdido la voz haciendo clases,/ después de todo o nada hago cuarenta horas semanales./ ¿Qué les dice mi cara abofeteada?/ ¡Verdad que inspira lástima mirarme!".
Pero muchas veces me tocó encontrar la luz en esos liceos oscuros, cuando la alegría de una clase bien hecha era capaz de compensar todos los sacrificios o momentos amargos. Perdí la voz, pero con la satisfacción de haberlo hecho para traspasar a otros el amor por la palabra. Nunca dejé de sentir que yo era un privilegiado, al que se le regalaba la posibilidad de aprender enseñando, porque el verdadero alumno es el profesor, y ese secreto profundo de la pedagogía lo sabe quien alguna vez ha hecho clases. Cuando lo descubres, las 40 horas semanales se transforman en los kilómetros de un viaje iniciático, en el que vas enfrentando todas las pruebas interiores y exteriores de un heroísmo silencioso, cuyas grandes batallas se juegan entre las cuatro paredes de una sala de clases.
Pienso en los miles de maestros a los que les debemos todo, que murieron con una sonrisa en sus rostros, esa sonrisa que sólo les es dada a los que fueron quemados en la vida por el amor y la entrega. Pienso en tantos profesores rurales que no se dejaron vencer por el resentimiento y la amargura y derramaron la alegría y sed de saber a sus niños desnutridos.
Por eso me duelen los resultados de la prueba aplicada a los egresados de pedagogía básica entregados el martes. Me duele en el alma saber que los mejores alumnos no se interesan por estudiar pedagogía, y que la educación de los niños de Chile puede quedar en manos de los peores. Me preocupa que ya se haya instalado en el disco duro de los jóvenes la sensación de que estudiar pedagogía es fracasar en la vida.
Es hora de rebelarse contra esa fatalidad. Ésta es la gran prueba que debemos rendir como país: asumir la educación como el gran desafío épico de nuestra historia. Hay que encender el entusiasmo en los jóvenes por el más sagrado de los oficios. Necesitamos a los mejores, a los más valientes, a los más idealistas en nuestras salas de clases. Con título de pedagogo o no, qué importa. Necesitamos que el fuego de la educación les queme a muchos el alma, como antes, cuando gobernar era educar, cuando los Andrés Bello, los Gómez Millas, los Luis Oyarzún o los Nicanor Parra bajaban de su olimpo a ensuciarse sus manos con tiza.
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