El legado del padre. Claudio Orrego.
Esta
es mi última contribución como columnista de La Segunda. Mi decisión de ser
candidato a la Presidencia de la República hace incompatible que siga con este
espacio, el cual agradezco y he disfrutado intensamente estos últimos dieciocho
meses.
El
sábado último se cumplieron 30 años desde que murió mi padre, Claudio Orrego
Vicuña, a los 42 años de edad. Lo recordamos, emocionados, en una misa íntima
su familia y amigos más cercanos. Yo tenía 15 años cuando él partió, y todavía
me cuesta acostumbrarme a su ausencia física. Así y todo, no puedo dejar de
agradecer a Dios por haberlo tenido. Por todo el cariño que nos regaló mientras
estuvo con nosotros. Por el tremendo ejemplo de hombre íntegro, luchador por la
libertad y la justicia, y amante de su país.
En
la misa, mi hijo, Claudio, que también estudia sociología, como su abuelo, leyó
un bello texto escrito por él sobre “Los amigos”. En una parte señala:
“Vocaciones diferentes e ideas antagónicas. Militancias incompatibles y
proyectos divergentes. Pero amigos. Capaces de encontrarse con alegría
renovada. A veces después de muchos años, pero siempre amigos”. “Por eso uno
tiene amigos. Y es feliz de tenerlos. Los quiere a cada uno a su manera” (ver
texto completo en www.claudioorrego.cl).
De
mi padre aprendí muchas cosas. Algunas directamente, otras a través de sus
escritos, y las más a través de sus amigos. Amigos de todas las trincheras
políticas. Camaradas y adversarios. Todos me han transmitido siempre lo mismo:
fue un luchador infatigable y apasionado por lo que creía, pero nunca perdió la
capacidad de cultivar la amistad, tanto personal como cívica.
En
tiempos en que el insulto y la descalificación son más frecuentes que el
respeto y el diálogo, legados como el suyo adquieren un valor infinito. Sé que
la política es dura. Pero desde ese día 2 de junio de 1982 juré que nunca
dejaría que la lucha por el poder me envenenara el alma. Lucharé siempre con
pasión por lo que creo, pero nunca veré a mis adversarios como enemigos.
Combatiré ideas pero no personas. Y nunca, pero nunca, me sentiré avergonzado
de ser amigo de personas con las que tenga “militancias incompatibles y
proyectos divergentes”.
Ante
el vacío insondable que deja la ausencia del padre, uno se aferra a aquello que
es lo fundamental en la vida: el afecto y la amistad. No importa si el padre
partió temprano o tarde, si murió o simplemente desapareció en lo cotidiano, lo
cierto es que su ausencia se siente todos los días de la vida. Lo único que nos
sostiene es el cariño vivido y compartido.
Han
pasado 30 años, y todavía tengo vivos los recuerdos de nuestras escapadas al
cine, al fútbol o a andar a caballo. Sé que uno tiene que seguir adelante. Así
lo he hecho yo, con el amor incondicional de mi madre, mis hermanas y “sus” y
“mis” amigos. Así lo hacen miles que se sobreponen a la pérdida de sus padres,
en circunstancias muy distintas (accidentes, muertes violentas, enfermedades o
abandono). No hay que quedarse anclados en el dolor de la ausencia. Lo
importante es valorar el regalo que significa habernos dado la vida y descubrir
ese legado paterno que todos llevamos dentro.
En
su testamento espiritual mi padre nos decía: “De qué sirve vivir si no se sabe
para qué”. Quizás la mejor manera de honrar la memoria de todos nuestros padres
es descubrir ese propósito y vivirlo sin cálculo, sin temor y sin límites. Yo
descubrí el mío en el servicio público. Siempre he entendido la política como
una vocación del alma. Como una actividad noble que busca transformar la
realidad de injusticia y construir entre todos el bien común. Hoy, en que
coinciden mi última columna con el aniversario de la muerte de mi padre,
renuevo mi compromiso de ser fiel a su legado: vivir con un sentido, servir a
los más pobres y honrar lo más sagrado entre los seres humanos: la amistad.
Muchas Gracias.
Claudio
Orrego Larraín
Candidato
a la Presidencia de la República
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home