La crisis moral de cada día. Sergio Villalobos Rivera
En el trayecto de la historia es fácil reparar en la infinidad de hechos concretos que la conforman, porque son muy visibles; pero captar la esencia de las cosas y su sentido fundamental es tarea compleja que requiere de gran sensibilidad.
Uno de los elementos decisivos, que es difícil de definir y acotar, es el espíritu de una nación, aquel conjunto de conceptos, principios morales y planes ideales que mueven a los hombres, guían sus pasos específicos y sus actitudes políticas. Digamos que, a la vez, corregir y guiar la ética superior implica un esfuerzo que no se sabe dónde comienza ni quién debe realizarlo. Sin embargo, como en todas las grandes cuestiones, la respuesta es abrumadoramente sencilla: nos toca a todos y en todos los actos de la vida.
Al revisar la historia de nuestro país, los ciudadanos corrientes no ven más que hechos materiales, una construcción dificultosa, luchas internas, lágrimas, recriminaciones y diatribas políticas. Es una historia quejumbrosa, donde no se capta el sentido creador durante cinco siglos de vida nacional.
La miopía afecta a políticos paranoicos y de escasa cultura, gobernantes y dirigentes, artistas y poetas, y no pocos intelectuales apresurados que sólo ven el barro y lo más negro del ser humano.
No obstante, ha habido una historia de sentido superior, formativa en lo material y en lo espiritual, que debe inspirarnos hoy igual que ayer.
Las grandes figuras del pasado marcaron nuestro destino. Andrés Bello, con su enseñanza y sus libros, nos enseñó el uso del idioma, el estudio de la literatura, la filosofía del entendimiento y la tolerancia en el conocimiento. Nos abrió al pensamiento universal, a la vez que valorar lo propio.
Con el Código Civil reguló nuestra vida social y con el Derecho Internacional a entendernos
con los otros estados. Su rectoría en la Universidad de Chile y su preocupación por la educación pública marcaron rumbos de larga duración.
Barros Arana sentó las bases de nuestro conocimiento del pasado con los dieciséis tomos de
la Historia General de Chile, contribuyó con tratados de geografía, literatura y de historia de América. Impulsó de manera decisiva la enseñanza de las ciencias y defendió de forma admirable nuestros derechos a la Patagonia, contra lo que vulgarmente se dice.
La política fue una actividad honesta y de gran sentido. Políticos y gobernantes sirvieron al país y no a sus ambiciones personales. Presidentes y ministros tuvieron desapego al poder, y
cuando lo ejercieron lo hicieron con altura de miras. Había una "virtud republicana". Ejemplo fueron O'Higgins, Francisco Antonio Pinto, Portales y Antonio Varas. Este último renunció a ser candidato a la Presidencia, cuando habría ganado holgadamente, porque creyó que su nombre dividía a los chilenos.
Don Aníbal Pinto, que gobernó durante la Guerra del Pacífico, en que tuvo que manejar cuantiosos presupuestos, bajó arruinado del poder. Los amigos debieron ayudarlo y tuvo que trabajar como traductor para un periódico de Valparaíso. Cuando Ignacio Domeyko fue a saludarlo el día que terminó su mandato, él mismo le abrió la puerta de la modesta casa que arrendaba.
Los militares también eran parte de la "virtud republicana". Bulnes fue impuesto por una gran
mayoría ciudadana, Baquedano retiró su candidatura para no verse envuelto en las luchas partidistas y el almirante Montt, vencedor en la Guerra Civil de 1891, aceptó la candidatura después de que tres veces le insistieron todas las agrupaciones políticas.
Es cierto que los tiempos cambian, pero por encima de todo hay una moral en la existencia pública y todos están obligados a aceptarla.
Los prohombres del pasado crearon un Estado respetable y respetado, en que la aceptación del orden y la ley aseguró el porvenir del país. Creían en el individuo y su dignidad, y lucharon por la libertad, creando instituciones y una moral sin las cuales una nación no puede existir.
Los gobernantes del país parecen no comprender la influencia de la alta cultura en la vida entera de la nación y la han descuidado, mientras aceptan la farándula y la entretención fácil y aun la estimulan, acaso para distraer a la gente y obtener sus votos más adelante. La verdad es que las actitudes corrientes y aun las fechorías han tenido su origen en conceptos difundidos desde las alturas, que no han sido rebatidos en ese plano ni en el quehacer corriente.
Los políticos vehementes, al compás de sus ambiciones por el poder e ideologías extremas, sólo aportan odiosidades e influyen en una juventud que aún no ha tenido tiempo de reflexionar ni sabe cómo se ha construido una nación.
El remedio no es fácil. Corresponde a todos: a los gobernantes, las autoridades, los dirigentes y los intelectuales, a los padres en el hogar y, por último, debe surgir en la conciencia de los jóvenes.
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