De la indignación al proyecto de nación. Roberto Ampuero
Estamos
ante una generación mundial de jóvenes indignados. Indignados por todo lo que
es real, el mundo que heredan, el papel que se les asigna, lo que se espera de
ellos. Conciben el mundo como una estafa y quieren cambiarlo, aunque no saben
bien en qué dirección ni con qué respaldo social, pues su gran fragilidad
estriba precisamente en la heterogeneidad y amplitud de sus demandas. El
desafío mayor está en articularlas en un cuerpo coherente que pase de la
crítica social a una propuesta social viable. Como toda generación, la actual
supone que debe romper drásticamente con la anterior y que sabe cómo se hace.
Los políticos, por su lado, aún ignoran cómo actuar ante la insatisfacción.
¿Rechazarla, cooptarla, encaramarse en la cresta de la ola? Sospecho que en los
últimos 20 años la clase política chilena -concentrada en la exitosa transición
democrática- no supo leer correctamente el mundo que ella misma iba creando y
que termina por sobrepasarla.
Pienso
en la generación hippie , que proponía un mundo de flores, hierba y amor,
paralelo al dominante. Su amenaza al orden establecido consistía en que
renunciaba a él. Pienso en la generación del 68, que quería construir un mundo
mejor enarbolando la revolución y la utopía precisa. Pienso en la generación
yuppie , jóvenes que renegaron del activismo político de sus antecesores y
aprovecharon la prosperidad del capitalismo pujante, que derrotó en la Guerra
Fría al comunismo. Pienso en la generación del "no estoy ni ahí",
indiferente en los 90 a la política, y en los "pingüinos",
defraudados por el gobierno de entonces, lo que explica en gran medida la
desconfianza ante el poder político de los actuales líderes estudiantiles.
La
indignación mundial surge 20 años después de la debacle del mundo comunista y
cuando se suponía que el capitalismo alcanzaría su máximo despliegue. Sus
demandas emergen bajo la crisis económica y gracias a la masificación de las
redes sociales, pero hay más. Según los analistas Fareed Zakaria, Thomas
Friedman y Michael Mandelbaum, EE.UU., vencedor de la Guerra Fría e inspirador
del mundo posterior a ella, no supo leer correctamente el mundo que creó, ni
aprovechar las oportunidades que éste le brindaba, ni detectar los riesgos que
asomaban. De ser en 1990 la superpotencia indiscutible y admirada, portadora
del modelo, hoy EE.UU. está endeudado, empantanado en guerras que no ganará,
amagado económica y políticamente por China, India, Brasil, Rusia y otros
países emergentes. A Europa occidental, otro triunfador de la Guerra Fría, le
ocurre algo semejante.
Según
Daniela Dahn, ensayista marxista alemana, tras derrotar al comunismo, Occidente
perdió el competidor que lo instaba a propugnar un capitalismo eficiente pero a
la vez social, una economía social de mercado que neutralizó la dimensión
social del ineficiente sistema comunista. Al desaparecer la competencia,
Occidente se durmió en los laureles y descuidó la dimensión social del modelo,
permitiendo la primacía de intereses empresariales y bancarios, descuidando al
ciudadano. El tema sería hoy: ¿Cómo recupera Occidente la competitividad y la
dimensión social de su modelo? Y además -válido para Chile-: ¿Cómo se conserva
la legitimidad de la representación política en una sociedad donde parte de la
ciudadanía expresa su parecer sólo en coyunturas críticas y exige soluciones
inmediatas? Cabe preguntarse si los indignados anhelan en verdad algo
radicalmente nuevo, o sólo que acabe la crisis y el sistema sea remozado para
que vuelva a generar trabajo y prosperidad. Supongo que si los indignados no
logran elevar en este momento de auge una propuesta coherente y viable, que
inspire a mayorías y permita cambios, el sistema los absorberá y pronto veremos
a muchos -como ocurrió con generaciones anteriores- iniciando la larga marcha
por las instituciones del establishment.
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