jueves, octubre 20, 2011

De la indignación al proyecto de nación. Roberto Ampuero


Estamos ante una generación mundial de jóvenes indignados. Indignados por todo lo que es real, el mundo que heredan, el papel que se les asigna, lo que se espera de ellos. Conciben el mundo como una estafa y quieren cambiarlo, aunque no saben bien en qué dirección ni con qué respaldo social, pues su gran fragilidad estriba precisamente en la heterogeneidad y amplitud de sus demandas. El desafío mayor está en articularlas en un cuerpo coherente que pase de la crítica social a una propuesta social viable. Como toda generación, la actual supone que debe romper drásticamente con la anterior y que sabe cómo se hace. Los políticos, por su lado, aún ignoran cómo actuar ante la insatisfacción. ¿Rechazarla, cooptarla, encaramarse en la cresta de la ola? Sospecho que en los últimos 20 años la clase política chilena -concentrada en la exitosa transición democrática- no supo leer correctamente el mundo que ella misma iba creando y que termina por sobrepasarla.
Pienso en la generación hippie , que proponía un mundo de flores, hierba y amor, paralelo al dominante. Su amenaza al orden establecido consistía en que renunciaba a él. Pienso en la generación del 68, que quería construir un mundo mejor enarbolando la revolución y la utopía precisa. Pienso en la generación yuppie , jóvenes que renegaron del activismo político de sus antecesores y aprovecharon la prosperidad del capitalismo pujante, que derrotó en la Guerra Fría al comunismo. Pienso en la generación del "no estoy ni ahí", indiferente en los 90 a la política, y en los "pingüinos", defraudados por el gobierno de entonces, lo que explica en gran medida la desconfianza ante el poder político de los actuales líderes estudiantiles.

La indignación mundial surge 20 años después de la debacle del mundo comunista y cuando se suponía que el capitalismo alcanzaría su máximo despliegue. Sus demandas emergen bajo la crisis económica y gracias a la masificación de las redes sociales, pero hay más. Según los analistas Fareed Zakaria, Thomas Friedman y Michael Mandelbaum, EE.UU., vencedor de la Guerra Fría e inspirador del mundo posterior a ella, no supo leer correctamente el mundo que creó, ni aprovechar las oportunidades que éste le brindaba, ni detectar los riesgos que asomaban. De ser en 1990 la superpotencia indiscutible y admirada, portadora del modelo, hoy EE.UU. está endeudado, empantanado en guerras que no ganará, amagado económica y políticamente por China, India, Brasil, Rusia y otros países emergentes. A Europa occidental, otro triunfador de la Guerra Fría, le ocurre algo semejante.
Según Daniela Dahn, ensayista marxista alemana, tras derrotar al comunismo, Occidente perdió el competidor que lo instaba a propugnar un capitalismo eficiente pero a la vez social, una economía social de mercado que neutralizó la dimensión social del ineficiente sistema comunista. Al desaparecer la competencia, Occidente se durmió en los laureles y descuidó la dimensión social del modelo, permitiendo la primacía de intereses empresariales y bancarios, descuidando al ciudadano. El tema sería hoy: ¿Cómo recupera Occidente la competitividad y la dimensión social de su modelo? Y además -válido para Chile-: ¿Cómo se conserva la legitimidad de la representación política en una sociedad donde parte de la ciudadanía expresa su parecer sólo en coyunturas críticas y exige soluciones inmediatas? Cabe preguntarse si los indignados anhelan en verdad algo radicalmente nuevo, o sólo que acabe la crisis y el sistema sea remozado para que vuelva a generar trabajo y prosperidad. Supongo que si los indignados no logran elevar en este momento de auge una propuesta coherente y viable, que inspire a mayorías y permita cambios, el sistema los absorberá y pronto veremos a muchos -como ocurrió con generaciones anteriores- iniciando la larga marcha por las instituciones del establishment.