La nueva beatería. Carlos Peña
Lo más llamativo del conflicto estudiantil es la facilidad con que -a veces sin mayor reflexión- se ha concedido toda la razón a los jóvenes. Ahora parece que el solo hecho de ser joven concede pureza de intenciones, claridad de objetivos y un sentido infalible de justicia. Como si los jóvenes no fueran humanos -como si estuvieran inmunizados contra la ignorancia y nunca desearan cosas erróneas- gente vieja a la que habría de suponer un cierto espíritu crítico, cae de pronto anestesiada frente al discurso de los jóvenes sin atreverse a reparar en los errores en que incurren y los excesos conceptuales que practican.
El asunto tiene extremos casi caricaturescos.
En la sesión del Congreso a que fueron invitados, y mientras exponía un viejo profesor, entró Camila Vallejo. La sesión se detuvo, el viejo profesor debió callar. Los flashes se encendieron, los parlamentarios se pusieron todos de pie y, más tarde, escucharon como quien asiste a clases mientras la presidenta de la FECH exponía acerca de cómo remediar los males casi definitivos que padece la educación. Algunos incluso tomaban nota.
¿No hay algo torcido en tal inversión de papeles? ¿No andará algo mal cuando los parlamentarios de lado y lado compiten en cuál de ellos se muestra más complaciente con los jóvenes? ¿No será mejor discutir algunas ideas de los jóvenes -esa es la única forma de tomarlos en serio- en vez de plegarse sin más a lo que dicen?
La democracia exige un esfuerzo de deliberación, es decir, un esfuerzo por examinar las razones del otro, pesarlas, oponerse a ellas para ver hasta dónde resisten y sólo al final darle la razón a la que subsista o a la que, luego del debate, concite para sí la adhesión de la mayoría. Pero para que eso funcione -como para que la universidad, la escuela o la familia funcionen- se requiere el cumplimiento de un deber elemental: los profesores deben comportarse como profesores, los padres como padres, los representantes del pueblo a la altura de su dignidad. Si los padres imitan a los hijos, los profesores a los estudiantes y los parlamentarios a cualquiera que pueda votar por ellos, la democracia no funciona.
Deja de ser democracia y se parece a otra cosa.
Por eso lo más preocupante de la situación de hoy no es que los jóvenes salgan a la calle, planteen demandas y las estiren una y otra vez insistiendo en la justicia de sus fines. En eso no hay nada de malo. Lo malo es cuando los más viejos -profesores, parlamentarios- no someten a examen lo que los jóvenes dicen y, en cambio, principian a repetirlo sin mayor reflexión, compiten en subrayar sus ideas y se cuidan de no incomodarlos siquiera en lo más mínimo.
Y es malo, porque lo que los jóvenes esperan no es que se les halague o se les conceda todo. Lo que ellos esperan es que se les reconozca como sujetos racionales y la única manera de hacer eso es, a veces, no estar de acuerdo con ellos o mostrarles los errores en los que incurren. Todos los seres humanos, para experimentarse como sujetos inteligentes, requieren que el mundo y los demás les ofrezcan una cierta resistencia. Esa resistencia ayuda a configurar la propia individualidad y a experimentar la autonomía. Por eso es tan importante tratar a los jóvenes como sujetos responsables -es decir, como sujetos que deben rendir cuenta racional de lo que creen y lo que dicen- en vez de relacionarse con ellos como si fueran personas angélicas que pueden quejarse, demandar, acusar, brincar, saltar y demandar cosas, todo a la vez, sin que nadie se atreva a dudar siquiera un momento de lo que plantean.
Pero -ya se dijo- atender al principio de realidad y exigir reglas de racionalidad para las propias demandas no es tarea de quien las exige, sino de sus interlocutores. Pero -claro está- para eso se requiere de adultos y de viejos dispuestos a no practicar esta nueva beatería con los jóvenes y a no relacionarse con ellos por la vía fácil del simple halago.
Pero adultos y viejos como esos son los que -a juzgar por las imágenes del Senado, cuando lo visitó Camila Vallejo- no tenemos.
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