lunes, julio 25, 2011

Fernando Echeverría. Carlos Peña.

El caso de Fernando Echeverría —renunció al recordar que mantenía negocios con una empresa estatal que debía presidir— es bochornoso. Desde luego, para el Gobierno. El tema de los conflictos de interés —la situación en que una misma persona debe cautelar los intereses propios y los públicos— ha acompañado al Gobierno de Piñera desde el comienzo. El escrutinio público —si puede hablarse de escrutinio en un país donde la prensa es más bien floja a la hora de investigar— le ha mostrado al Gobierno una y otra vez que no se puede estar en los dos lados del mesón.
¿Qué puede explicar entonces —si se descarta la estulticia— que se nombre ministro a una persona que cuenta con obvios conflictos de interés, se le deje jurar el cargo, recibir felicitaciones, asistir a reuniones y tener acceso a información privilegiada, sin que los asesores hayan sabido, o hecho saber, nada de nada?
No queda más que una explicación de índole, por decirlo así, cognoscitiva: para la élite gubernamental, los conflictos de intereses son un punto ciego, algo que está tan encima, que por cercano no se alcanza a ver.
Esa explicación —la más benigna de todas— es consistente con la realidad, por llamarla de algún modo, sociológica.
Chile es un país con una pequeña minoría que concentra buena parte del poder económico. Esa minoría es endogámica y transversal en casi todos los ámbitos de la vida colectiva: sus miembros se encuentran en un puñado de colegios, en algunas parroquias, en los clubes, en la propiedad de las empresas, en los directorios y, ahora, en el Gobierno. La mayoría está unificada por una cierta sensibilidad religiosa (el conservantismo católico) y una ideología económica (la neoclásica llevada al extremo) y sus intereses ocupan casi todos los intersticios sociales.
Así las cosas, nombrar a cualquiera en un cargo público hace surgir —como una sombra de la que no se puede escapar— el conflicto de interés.
Pero si es bochornoso para el Gobierno, lo es todavía más para Echeverría.
Un conflicto de interés no es una condena, sino que plantea la necesidad de una elección: entre el interés propio y el interés público. Así, entonces, cuando se lo descubre —fue el caso de Fernando Echeverría— hay un camino fácil para eludirlo: alejarse de los intereses propios y homenajear entonces el interés de todos cuya custodia le fue confiada.
Pero no fue ese el camino que escogió Echeverría (tampoco fue, al inicio, el de Piñera, quien intentó, hasta el último, cuadrar el círculo de lo propio y de lo ajeno). Una vez que descubrió que una de sus empresas tenía negocios y puesto a elegir entre ellas y el Gobierno, las eligió a ellas.
“Me duele haberle causado este daño al Gobierno —dijo Echeverría la tarde en que su nombre se inscribía, de mala forma, en la historia—, pero la sinceridad de hacer las cosas de forma oportuna tiene su valor”.
El ministro Chadwick estuvo de acuerdo: “La actitud de Echeverría —dijo— fue valiosa, (un) verdadero ejemplo de ética de servicio público que él ha mostrado al presentar esta renuncia”.
No es cierto.
El acto de Echeverría no tiene ningún valor. Desde luego, su entrega de información no fue oportuna. Lo oportuno hubiera sido entregarla antes, y no después de ser nombrado ministro. La elección que hizo al renunciar tampoco tiene nada de valioso: entre rasguñar su ya abundante patrimonio y dañar al Gobierno,
Fernando Echeverría prefirió dañar al Gobierno. ¿Desde cuándo hacer ese tipo de cosas —preferir a ultranza el interés propio frente al público— tiene valor, merece agradecimientos y es un ejemplo de ética pública?
No hay caso: el incidente de Fernando Echeverría lo prueba por enésima vez. Las minorías cuyas redes e intereses están en todas partes son ciegas para ver los conflictos entre el interés propio y el interés úblico.
Y cuando alguien se los hace ver y tienen que escoger no vacilan: escogen el interés propio.
Y más encima pretenden se les aplauda.
Es lo único que faltaba.