El senado se ha convertido en una fábrica de ministros. Rafael Gumucio R.
Pienso que el senado es una entidad superflua. Soy partidario de un sistema unicameral, con una Asamblea Nacional que represente la soberanía popular. En los sistemas políticos civilizados – y no nuestra ridícula monarquía presidencial – son senados son organismos decorativos y no tienen poder de decisión política. Así intentó concebirlo Arturo Alessandri, en el proyecto inicial de la Constitución de 1925, el senado era un organismo corporativo, con padres conscriptos designados, que representaban a “a las fuerzas vivas de la nación”, como se decía en esa época – recuerde el lector que el corporativismo, que inspiró al fascismo y a la Cuadragésimo Anno, estaba de moda en los años 20 y 30 del siglo XX -.
En nuestra seudo-democracia- y es triste denominarla así – el parlamento es, en realidad, una fanfarria: el Ejecutivo tal dominio sobre la agenda legislativa que a los congresistas sólo les resta, aun cuando sean mayoría opositora, recurrir a la acusación constitución, como último recurso para detener el un gobierno atropellador. Mecanismos como las interpelaciones, comisiones investigadores son inútiles como forma de fiscalización.
Ser senador, en la mayoría de los casos casi vitalicio, no muy diferente a los antiguos designados – por la Constitución de Augusto Pinochet – es un cargo honorífico, similar a ser socio del Club de la Unión, o de los comilones del Rotary. Los servidores de la patria perciben un sueldo suculento y, además pueden darse el lujo de dirigir discursos y catilinarias, al estilo de sus antecesores romanos; generalmente, son las grandes personalidades políticas, los dueños de los partidos y los “mentores” de la opinión pública, sin embargo, captan muy bien que su cargo es un mero maquillaje, en un club de ancianos gotosos.
Esta inútil institución plutocrática se ha convertido, con el gobierno de derecha, principalmente, en una fábrica de ministros de Estado. ¿Será la Coalición por Cambio no tiene otras personas capacitadas fuera de los senadores? Como son “caradura”, sostienen la teoría de que, como fueron oposición por veinte años, no han podado formar a ningún dirigente capaz de ocupar un cargo ministerial. No faltará el malpensado que diga que RN y la UDI tienen sólo militantes parlamentarios, pero ni siquiera han logrado que firmen sus registros
algún campesino de sus fundos o un junior de sus empresas.
Antiguamente, la derecha tenía mucho miedo al sufragio universal: para Alberto Edwards era, nada menos, que “la dictadura del proletariado”; José Ortega y Gasset observaba, con pánico, lo que él llamaba “la rebelión de las masas”, la invasión social del hombre vulgar e inculto. La mayoría de nuestros grandes líderes preferían el sufragio llamado “plural”, es decir, que los hombres cultos tuvieran más votos que los ignorantes. Hoy, este monstruo llamado soberanía popular es un gatito domesticado por leyes electorales que logran, por juegos matemáticos, que el voto popular sea intrascendente.
Como el soberano, el pueblo, no tiene ninguna importancia y el acto de votar es puramente decorativo, la Constitución del presidente Ricardo Lagos y sus ministros permite que los jefes de partido, sin siquiera consultar con sus directicas, menos con los militantes, decidan a su arbitrio quién reemplazará al senador o senadora nombrado ministro. Nada importa que el personaje que, sin ningún mérito, se ganó el loto millonario, no conozca a la gente de la circunscripción que va a representar y es posible que jamás haya visitado alguna localidad de esa circunscripción.
No sé de qué sirve denunciar tan absurda ilegitimidad, aun cuando sea legal – hay muchas leyes estúpidas, como antiguamente, la pena de muerte o “Ley del Talión”, pero me doy el gusto de denunciarlo, con la esperanza de que algún día, ojalá no muy lejano, los políticos se den cuenta de que están cavando su propia tumba, o que, de una vez por todas, los manifestantes actuales los envíen al “basurero de la historia”, como decía Trotsky.
Para agravar la ilegitimidad, el presidente nombró ministro a su propio primo, en un inesperado arranque de nepotismo - el único presente que recuerdo, de estas características, fue Carlos Ibáñez del Campo - a lo mejor ambos mandatarios tienen razón: nada más seguro que repartir los c argos ministeriales entre sus parientes – por cierto que los familiares de la esposa de don Carlos, los Letelier, eran verdaderamente golosos en el uso de los privilegios fiscales – no sería mala idea que el presidente actual nombrara al Negro Miguel como ministro de Cultura y lo pasaríamos en Jauja-.
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