La Polar. Carlos Peña
El escándalo de La Polar sorprendería a un experto en el cuento del tío. Para advertir la desvergüenza en la que allí se incurrió, hay que revisar brevemente cómo funciona una sociedad anónima.
En una sociedad anónima se junta, en principio, el esfuerzo de miles de personas. Pequeños aportes, reunidos, permiten realizar negocios que cada accionista no podría emprender por sí mismo. Si el negocio tiene éxito, más gente querrá comprar acciones y el capital de esa manera crecerá. Es el círculo virtuoso del capitalismo, elogiado hasta por Marx.
Ese era, aparentemente, el caso de La Polar. En ella había miles de accionistas a través de fondos mutuos y administradoras de fondos de pensiones. Los fondos de los trabajadores financiaban un retail que daba crédito a otros trabajadores. Gente modesta que, gracias a la técnica de las sociedades, financiaba a otra gente modesta.
Como quien dice, el capitalismo popular en su forma más genuina.
Para que algo así funcione, sin embargo, se requiere que los gerentes (es decir, quienes administran los dineros del público) entreguen información fidedigna, que el directorio de la sociedad cumpla con su deber de controlarlos, que los auditores profesionales verifiquen las cuentas.
Pero en el caso de La Polar nada de eso ocurrió.
Los gerentes (usando el dinero del público) dieron crédito a granel y cuando la gente no pudo pagar decidieron repactar los créditos a sus espaldas. Así evitaban hacer provisiones o reflejar esas pérdidas en los balances. El resultado era magnífico: como las cosas aparentaban estar cada vez mejor, la gente compraba más acciones. Los managers -que conducían la operación aprovechaban de vender sus propias acciones y así ganaban dinero a manos llenas.
Ni el directorio advirtió la trampa, ni la empresa auditora se dio cuenta de la forma en que se adulteraba la información.
Inaceptable.
Ocurre que la función de los directores -los más antiguos eran Pablo Alcalde, Andrés Ibáñez, Francisco Gana, Heriberto Urzúa- consiste justamente en evitar que estas cosas ocurran. A ellos se les paga -y bastante bien- para que ejerzan control respecto de los managers que, de otra forma, podrían capturar en su propio beneficio, como aquí parece haber ocurrido, a la empresa. Los directores deben cuidar los negocios de la sociedad como lo haría un hombre razonable con sus propios negocios. Y los hombres razonables -ese es el estándar de la ley- revisan sus cuentas, verifican la fidelidad de la información que reciben, no comulgan con ruedas de carretas. Hacen, en otras palabras, todo lo que los directores de La Polar no hicieron.
A la luz de esos hechos, sólo cabe admirar -si este tipo de cosas pueden admirarse- la capacidad del presidente del directorio para enfrentar las cámaras sin mostrar siquiera una gota de vergüenza. ¿Cómo puede alguien contribuir a ese descalabro y andar al día siguiente como si nada?
Pero la empresa auditora tampoco lo hizo mejor.
Como existen asimetrías de información entre quienes administran y los accionistas, existen personas -las empresas auditoras- que se encargan de verificar la fidelidad de la información que entregan los administradores. Así, una vez que la empresa auditora certifica las cuentas, el público tiene motivos para confiar.
En este caso, sin embargo, la empresa auditora tampoco cumplió su deber. Las cuentas llenas de triquiñuelas y de engaños pasaron ante sus narices y ella les dio su aval.
¿Y los gerentes o administradores, estos héroes del capitalismo y del management ?
Si le creemos al directorio, ellos fueron los que inventaron esas prácticas y sacaron abundante beneficio económico de ellas. Como se pagaban con acciones, si la empresa mejoraba, entonces podían venderlas a un mejor precio, cosa que hicieron. Así entonces esquilmaron a los accionistas y timaron al público en general.
"Esto -dijo Evelyn Matthei, la ministra del Trabajo- es como robar dinero de un cajero automático".
La ministra se equivoca. Hay una diferencia muy importante.
Los que roban cajeros automáticos, cuando salen en la tele se tapan la cara: les da vergüenza.
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