domingo, marzo 20, 2011

Walt Disney y la crisis nuclear. Jorge Navarrete P.

La mayoría del planeta observa con pavor y asombro lo ocurrido en Japón. Las sobrecogedoras imágenes del terremoto y tsunami primero, y la explosión de las centrales nucleares después, vuelven a remecer la ya frágil condición humana. En medio de la perplejidad e impotencia, recuerdo las imágenes de la película Fantasía, aquel mítico collage de los grandes momentos de la primera época de Walt Disney.

Recordarán que en una de las tantas secuencias se muestra a un joven Mickey Mouse como aprendiz de brujo quien, aprovechando la ausencia de su maestro, decide consultar el prohibido y secreto libro de la magia. Después de repetir unas particulares palabras y agitar la varita, se desata una monumental inundación motivada por la imposibilidad de detener a las escobas que movilizaban el agua de un lado para el otro. La imagen, me parece, grafica uno de nuestros mayores dilemas como sociedad: compatibilizar la masificación de la ciencia y la intervención de la naturaleza con los límites éticos y sociales del desarrollo.
 En efecto, tanto el brujo como el prohibido libro del saber representan la época en que el conocimiento estaba reservado sólo para algunos privilegiados que, a diferencia del resto de los mortales, podían interpretar y deducir la voluntad de Dios, los designios de la naturaleza o las verdades ocultas. La eventual responsabilidad de este saber, que sólo podía entender una pequeña minoría, contribuyó -más por ignorancia que por respeto- a perpetuar la arbitrariedad y el abuso.
El desarrollo industrial de fines del siglo XIX masificó el conocimiento científico, acelerando de forma impresionante nuestro saber respecto del mundo y sus posibilidades. Las ciencias duras y del hombre se unieron para configurar un proyecto de vida que era el sustituto de la antigua fe religiosa; donde modernidad, ciencia y razón valían como sinónimos. Sólo los horrores vividos durante la primera mitad del siglo XX, con el holocausto o el lanzamiento de dos bombas atómicas, hicieron reflexionar en torno a los límites éticos del conocimiento y el desarrollo de una ciencia sin control.
 No deja de ser irónica la paradoja. El conocimiento científico, que en sus orígenes tuvo una fuerza radical que supuso un ataque directo a las concepciones religiosas y metafísicas que eran el soporte ideológico del antiguo régimen, se transformaría en un saber conservador, resignado, y que termina por sucumbir al relativismo ingenuo e indefenso, promoviendo precisamente los poderes cuyo pensamiento reaccionario pretendía él mismo combatir: la tiranía de la técnica y del credencialismo.
En efecto, asistimos a una época donde, por un lado, disponemos de una capacidad sin precedentes para conseguir nuestros fines, basada en un extraordinario entendimiento del mundo y el uso de las nuevas tecnologías; pero, por el otro, se hace cada vez más evidente la necesidad de concordar las fronteras ético-sociales que limiten el uso de los medios que estamos utilizando para alcanzarlos.  
Fue una conquista civilizatoria haber superado la época de los brujos y los prohibidos libros del saber. Nuestro próximo paso es velar porque ese ratoncito, provisto de un poder sin igual, entienda la responsabilidad que dicho poder implica para él y los demás.