Entre la mano del mercado y la mano del Estado. Hector Casanueva.
La mano invisible del mercado saltó por los aires hace tiempo. Sabemos que la realidad se encargó tempranamente de desvirtuar las bienintencionadas ideas de Adam Smith sobre el mercado, ideas que incluso tenían -aunque los liberales lo olvidan o quieren olvidar- una raíz profundamente moral ya que apuntaban a una sana y equitativa distribución de la riqueza, que no se dio.
En el otro extremo, también la porfiada realidad desvirtuó las experiencias estatistas, de esa mano muy visible y controladora del Estado que asignaría a cada cual según sus necesidades, pero que terminó ahogando la iniciativa y sustentando la concentración del poder político.
La doctrina social de la Iglesia, primero, y las ideas de los economistas europeos del siglo XX después, dieron lugar a un modelo de “economía social de mercado” que se fue construyendo en Europa, pero con influencia en América Latina con los movimientos políticos socialcristianos, la CEPAL y la Iglesia. Pero de alguna manera el liberalismo se las arregló, aprovechando ineficiencias concretas y la caída de los socialismos reales, para ir, a caballo de la globalización, cambiando las cosas hacia la preeminencia otra vez del mercado.
La actual crisis financiera, sistémica y global, representa su fracaso, que no es capaz de autoregularse ni de generar riqueza bien repartida, y de un Estado que no es capaz de ejercer una tarea reguladora y distributiva.
Consecuencias: que se sumarán más de 60 millones de pobres solamente en este año, según las Naciones Unidas, por el impacto de la crisis en el empleo y en los recortes de la ayuda al desarrollo, que, además, hacen prever la imposibilidad de cumplir con los objetivos del milenio.
Ni la mano del mercado, ni la del Estado. Solo queda entonces la mano de Dios, como diría Maradona.
Pero no se trata de pedirle a Dios que solucione lo que deberíamos ser capaces de resolver por nosotros mismos. Por algo tenemos el libre albedrío, de manera que manos a la obra: la del mercado y la del Estado, unidas, jamás serán vencidas. Así parece que lo comprende el G-20, que va pasando del “Consenso de Washington” al “Consenso de Seúl”. Veremos.
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