El pequeño aprendiz de dictador. Juan Claudio Reyes.
En un lindo país esquina con vista al mar existió hace muchos años un regordete dictador, sanguinario y ladrón, como todo dictador.
Al morir, mientras ascendía al infierno juró que seguiría presente, no permitiendo “que se moviera ninguna hoja” sin que el lo supiera. Para ello se había preocupado de adiestrar a sus seguidores, que al momento de su muerte ya eran pocos, pero audaces.
Todos se rieron al escuchar esas palabras, que mas bien parecían propias de su demencia, que no era tal, sino que fingida, cada vez que quería engañar a los jueces, como aquella vez que fue interrogado en un lejano país. Claro, en su propia tierra eso habría sido impensado, los jueces eran nombrados por el.
Muchos años después de su muerte, gracias a la amnesia que suele acompañar a los pueblos irresponsables, llegó a gobernar uno de sus predilectos.
Se trataba de un especulador, de brazos cortos y ambición larga, que fue dejando en el camino a otros preferidos del viejo líder, pero que no contaban con la astucia y los recursos de aquel, con lo que entusiasmó a quienes ya estaban cansados de gobernantes justos pero demasiado fomes; faltaba adrenalina.
Algunos esperaban que este derrochara su propia fortuna y la del país, como prometía en su campaña. Pobres ilusos. A poco andar se darían cuenta de la verdad. La fortuna propia no se derrocha, se incrementa. Así lo hizo el menudo gobernante, con el aplauso de los viejos empresarios, que antes lo despreciaban y ahora le rendían pleitesía, desde las tribunas que siempre controlaron.
Pero la principal promesa del gobernante fue terminar con la delincuencia, que en los últimos años había incrementado el temor de la población, que veía que lo mucho que habían podido obtener durante los gobiernos de los fomes, era amenazado por ladronzuelos que provenían de los barrios donde se había mandado a vivir a los pobres, durante el reinado del dictador. Y también cuando este ya no estaba.
Para dirigir esta tarea, el especulador encontró al personaje perfecto. Un joven tinterillo, que antes de llegar a palacio, en sus ratos de ocio, se divertía imitando a Harry Potter, al cual se parecía.
Tal vez fue nombrado allí porque solía decir que el tenía, además del parecido, alguno de los poderes de su ídolo, entre ellos, el de transformar la realidad.
Después de algunos meses, el especulador le señaló, al nuevo Harry, su preocupación porque el oráculo al que le gustaba consultar, que no era otro que un calvo amanuense, venal y pretensioso, le informaba que la gente del país se estaba dando cuenta del engaño. Muy pocos seguían creyendo en las promesas incumplidas y se empezaban a manifestar en contra.
Un escalofrío corrió por la espalda de jefe y subordinado. Ya habían visto como terminara su viejo líder. Solo, despreciado, pero rico. Esto era demasiado parecido. En la cabeza del nuevo gobernante resonó entonces lo que le dijera alguna vez su padre, un honesto funcionario del Estado, algo loco, pero muy honesto: hijo, le habría dicho, parafraseando alguna frase bíblica, “¿de que te sirve ganar la tierra, a costa de perder el alma”?
Entonces el Potter de mentira creyó llegado su momento. El saldría al rescate de su jefe. Tal vez con ello ganara la soterrada batalla, que mantenía con otros corifeos de palacio, por la sucesión presidencial, sin percibir que el enano gobernante no estaba interesado en que nadie lo sucediera.
Premunido de su varita, confabuló con los representantes del país grande, para inventar un peligro inminente: agentes de un lejano reino del oriente cercano estaban actuando preparando el caos en el territorio nacional. Así recordó que hablaba el viejo dictador y que le resultaba.
Encontraron a un miserable estudiante extranjero, que había llegado al país a aprender, cuando gobernaban los fomes, que tenían las fronteras abiertas a un mundo que en ese tiempo les acogía. Ahora ya no. Los fomes eran serios, los de ahora eran difíciles de entender. Hablaban como todo en broma, con chistes malos y muchas veces desfiguraban la realidad. Mezclaban las imágenes, las reales con las ficticias; los muertos con los vivos. Eran raros.
Entonces cargaron al estudiante con talco y lo acusaron de portar venenos poderosos, traídos de oriente. Había que proteger a la población. Y entonces, la gente los volvería a querer. Total, los jueces les serían favorables; siempre lo habían sido.
Pero todo salió mal.
Los jueces dijeron que todo era mentira y dejaron libre al estudiante, que se casó con una habitante del lindo país esquina, tuvieron hijos y fueron felices.
Al pequeño aprendiz de dictador y remedo de Harry Potter le exigieron que pidiera disculpas, pero el se negó…y ya nadie lo quiso.
Con el tiempo, todos se olvidaron de el, aunque sigue vagando con su varita por palacio, pero ya nadie le hace caso.
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