martes, noviembre 23, 2010

Voto voluntario, voto obligatorio. Víctor Maldonado.

El gobierno de Michelle Bachelet terminó con un acuerdo que unió la implementación de la inscripción automática, el voto voluntario y el voto de los chilenos en el extranjero. Tal acuerdo llevó a una reforma constitucional que ahora corresponde hacer operativa.
En este punto la directiva de la Democracia Cristiana ha propuesto debatir el tema del voto voluntario, en concordancia con lo resuelto en su instancia más representativa (el congreso ideológico) que se inclinó por el voto obligatorio.

Esta iniciativa ha dado lugar a un debate público en que se tocan aspectos de distinto nivel: desde el cumplimiento de compromisos previos, hasta la conveniencia misma del debate.

No ha faltado quien considere que plantear el tema en este momento, no puede ser por nada bueno. En realidad sospechan que están en presencia de un intento de establecer un punto polémico con la finalidad de boicotear el acuerdo ya alcanzado con la excusa de perfeccionarlo. De esta manera, por querer alcanzar el voto obligatorio podríamos quedarnos sin inscripción automática y sin voto chileno en el extranjero.

Sin embargo, no toda iniciativa política es una conspiración ni toda propuesta argumentada es una expresión de motivaciones mezquinas.

Por lo demás, plantear un tema de interés nacional no es incompatible con el cumplimiento de compromisos previos. Ambas cosas dependen de si se conciben los anteriores acuerdos como un punto de partida o como un punto de llegada. Depende de si es posible reglamentar el acuerdo parcial ya alcanzado de un modo que nos aparezca hoy como más acorde con el fortalecimiento de nuestra democracia.

El aspecto de la oportunidad del debate también merece un comentario. Y es que hay que tomar en cuenta los nuevos espacios de libertad que le otorga a la centroizquierda el hecho de ser oposición.

Durante muchos años la Concertación se limitó a debatir casi exclusivamente sobre la base de llegar a acuerdos factibles con la derecha. El ejercicio del gobierno casi no le permitía hacer nada más. Por ese motivo el horizonte sobre lo que reflexionaba se fue estrechando y haciendo cada vez más próximo. Se debatía para decidir, de modo que se dejó de decidir sobre qué se debatía. Pero si no se permite ahora ampliar la gama de lo debatido, entonces, ¿cuándo?

Equilibrio entre derechos y deberes

No se trata en ningún caso de establecer un conflicto, sino de promover el diálogo.

Pongo hincapié en que este diálogo cívico tiene sentido entre quienes comparten la convicción democrática como orientación fundamental de su actuación. En este debate han participado muchos, todos parecemos hablar de lo mismo, pero tal vez no sea así. Yo desconfío de los que son demócratas en democracia y son dictatoriales en dictadura. Creo más en los que son demócratas a todo evento y siempre. Son a estos últimos a quienes me dirijo.

Creo que los demócratas podremos coincidir en que existe la obligación ética de votar y concordaremos también en que su obligatoriedad legal es opinable, pero merece que le demos una vuelta a la idea.

Ante todo, ¿de dónde nos viene esta concepción política que privilegia lo que atiende a la comodidad de los individuos por sobre el efecto social de sus conductas? Más allá de lo grato y popular que puede resultar para muchos el que se les libere de una obligación, ¿no hay que pensar también en el efecto que tendrá una medida sobre el sistema democrático?

Debiéramos preguntarnos ¿por qué en Chile, desde que tenemos memoria, ha sido una obligación votar? ¿Por qué en ningún momento del pasado ha sido un reclamo de la centroizquierda esta norma de convivencia cívica? ¿Hemos tenido únicamente líderes miopes? Lo cierto es que esto no aconteció por falta de consecuencia política, por evitarse un problema o por una sucesión de cálculos de corto plazo. Esta “demanda” no apareció nunca. Lo que hubo en nuestra historia era un concepto de democracia que combinaba derechos con deberes cívicos. En este sentido, tuvimos la democracia que queríamos, no lo
que nos dejaron tener.

Lo que todos quisiéramos es que más ciudadanos -y en particular más jóvenes- participaran activamente en las decisiones nacionales. Por eso no está en discusión el aporte que significaría para este efecto el implementar la inscripción automática en los registros electorales. Y nótese lo que estamos haciendo al proceder a la inscripción automática de todo aquel que llega a la mayoría de edad es, ni más ni menos, que eliminar la inscripción voluntaria.

Con esta decisión, como sociedad, estamos diciendo que tener la posibilidad de votar ha de ser facilitado porque así esperamos tener una mejor democracia. Lo lógico sería que la misma razón que nos motiva a eliminar un trámite voluntario, se aplique también al momento de ejercer un derecho que es, al mismo tiempo, una responsabilidad que queremos que se haga efectiva.

Hacia una ciudadanía “de baja intensidad”

Si el voto voluntario tiene efectos nocivos a evitar, entonces el debate tiene plena pertinencia. Ignacio Walker, presidente del PDC, ha identificado tres consecuencias indeseables a la adopción de la voluntariedad del voto: “baja participación, aún más baja participación de los más pobres y encarecimiento de las campañas”.

Lo que ocurre con el voto voluntario es que allí donde se ha implementado, la participación electoral es baja. Por si fuera poco, quienes en mayor medida desertan de ejercer el sufragio son los más pobres por lo que la desigualdad aumenta, ahora en el ejercicio del voto. Las encuestas disponibles en Chile permiten sostener que algo similar ocurrirá entre nosotros.

No es el cálculo electoral el centro de la argumentación, pero no se puede desconocer que, con menos pobres votando, la derecha se ve favorecida. Por esto tiene razón Walker a tomar conciencia de la consecuencia práctica de la decisión adoptada: “durante 20 años hemos contado con un sistema binominal que ha subsidiado a la derecha, y ahora, con nuestros propios votos, le regalamos un nuevo subsidio: el del voto voluntario”.

En el fondo, lo que estamos logrando al intentar promover una mayor participación política (por un procedimiento errado) es consolidar el predominio de una “ciudadanía de baja intensidad”. O sea, podemos estar incentivando precisamente lo contrario de lo que queremos obtener.

Hemos llegado a un acuerdo bajo limitaciones evidentes para lograr lo que sabemos nos hace bien (inscripción automática). Lleguemos a un mejor acuerdo si nos parece mejor para la democracia.

Hubo un acuerdo alcanzado pero aún se ha de definir para su aplicación qué es lo qué vamos a entender por voto voluntario y esto permite precaverse de las deficiencias detectadas. Se puede evitar un mal mayor adoptando, por ejemplo, el procedimiento de desafiliación voluntaria del padrón o la no aplicación de sanciones para el que no vote.

Si del diálogo sobre cómo hemos de votar o bajo qué condiciones hemos de votar pasamos a debatir sobre cuál es la democracia que queremos, no habremos perdido el tiempo.