Piñera y los mineros. Carlos Peña
La política —sugirió alguna vez Ronald Barthes— es como el espectáculo de lucha libre o como las teleseries. Así como en el catch nada es lo que parece (en Titanes del Ring las patadas no eran patadas, el vuelo no era vuelo y el ganador no era genuino ganador), lo mismo ocurre en la política.Lo mostró esta semana el manejo que hizo el Gobierno del drama de los mineros.Las víctimas (¿cómo llamar a quien padece una desgracia que es fruto de la negligencia y la lenidad de un tercero?) pasaron a ser héroes; el Estado (por cuya dejación las empresas cierran los ojos frente al riesgo) se convirtió en ejemplo de seguridad; el ministro de Salud (en su momento cúlmine se cubrió la casaca roja con el delantal y dejó ver el estetoscopio), en médico de cabecera; el ministro de Minería (que hasta ayer discutía el royalty en medio de risotadas), en asistente social; y el Presidente de la República (un hombre apenas ayer carente de toda épica), en un salvador providencial.
Puros desplazamientos de significado construidos a punta de exageraciones.
Fue lo que persiguió el Gobierno al poner tanto cuidado en el salvataje de los mineros (algo por lo cual hay que aplaudirlo) como en su escenificación a ritmo cinematográfico (algo por lo cual no hay que aplaudirlo, salvo que a usted le guste el catch).
El Presidente —a punta de sincronizar horarios de manera que los momentos estelares coincidieran con su presencia allí— logró hacerse de una épica y de un amuleto de los que hasta ayer carecía: el rescate de los mineros como la prueba definitiva de su eficiencia, la operación en su conjunto como una muestra de modernidad.
Sin embargo ¿habrá alguien que —una vez pasada la resaca emocional— piense de veras todo eso? ¿Alguien que —recuperada la compostura— siga creyendo que todo fue una epifanía?
Es cierto que las comunicaciones a veces son capaces de crear realidades y de transformar gatos en liebres. Pero para que eso ocurra se requiere más que una simple escena. Si no, una vez pasada la emoción todo se extingue. Como en el catch.
Ronald Barthes analizó alguna vez el catch y dijo que el público se dejaba engañar porque veía en esas representaciones la escenificación de sus propios deseos. El catch, sugirió Barthes, ponía en escena los anhelos ocultos del público, esos que, de otra forma, no podrían realizarse nunca: la lucha sencilla entre el bueno y el malo, la alegría desbordante cuando se hace triunfar al primero, el final feliz. El buen director del catch era capaz de sentir esos deseos del público y adaptar el espectáculo a ellos.
Todos los políticos intentan algo así.
Con distintos estilos buscan el poder de transmutación, propio del espectáculo y del culto.
Aylwin prefirió hacer de padre que se dolía por todos sus hijos ¿De qué otra manera interpretar el llanto que vertió al lanzar el informe Rettig? Lagos prefería la escenificación republicana, esa que intenta atrapar el aura de las instituciones y hacer suya la memoria olvidada ¿De qué otra forma puede interpretarse la reapertura que alguna vez hizo, a paso cansino, de Morandé 80? Bachelet prefirió, por su parte, crear las condiciones para la intimidad a distancia y así cada telespectador pudo, por unos momentos, sentirse reconocido en ella ¿De qué modo, si no de este, puede interpretarse la risa fácil y el abrazo espontáneo que ella cultivaba?
Sólo restaba por saber cuál sería el estilo de Piñera. Lo buscó afanosamente todo este tiempo.
Y no lo encontraba; pero la búsqueda acabó.
Después de ver el rescate de los mineros —el Presidente como personaje central, persignándose y tocando madera cada cierto tiempo, haciendo alardes de preocupación, siguiendo el libreto con esmero— no hay duda: lo suyo es el estilo del catch clásico, el espectáculo a gran escala que, preocupado de realizar los anhelos del público, y en medio de la exageración, no se detiene siquiera a disimular los detalles.
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