lunes, septiembre 20, 2010

EL VASO A LA MITAD. Andres Rojo

Chile celebra doscientos años de vida independiente y aunque no ha habido mayor interés en promover un balance serio respecto a lo que ha sido este período de su historia, es oportuno hacer un análisis que inevitablemente lleva a concluir que, siguiendo el ejemplo del vaso, estamos a la mitad, y algunos verán el vaso medio lleno y otros el mismo vaso medio vacío. Sin considerar el hecho de que la independencia real del país se declaró el 14 de febrero de 1818, y no el 18 de septiembre de 1810, algunos podrían incluso poner en cuestión que seamos realmente una nación independiente, ya que siempre hemos formado parte de algún bloque político que, de manera oficiosa, nos ha indicado qué podemos y qué no podemos hacer, y así fue como se dilapidaron cuantiosos recursos naturales en el nombre de intereses muy respetables pero distintos al nacional.


            Por otro lado, podemos ufanarnos de tener una institucionalidad política y una solidez económica que son una excepción dentro de América Latina y es habitual recibir sinceros elogios de naciones desarrolladas, así como constatar el asombro del analista foráneo cuando se le informa que, al mismo tiempo, tenemos una de las peores tasas de redistribución de la riqueza, una masa de personas mal calificadas para incorporarse a los proyectos de inversión que aprovechan bien las ventajas de los mercados globalizados, una educación que impide a las personas aportar al progreso nacional y paraliza la movilidad social, además de serios retrasos en igualdad social.  Ser de clase media es peor que ser pobre: quedar cesante a los 40 años afecta en gran medida la posibilidad de volver a encontrar trabajo; y los ancianos solos están condenados a la marginalidad.

            Al mismo tiempo, hemos contado con el azar y una extraña fuerza de voluntad que nos han llevado a destacar en ámbitos poco habituales.   La entereza frente a los terremotos y otros desastres naturales, la capacidad de hacer funcionar las máquinas con un alambre, la aparición descollante de individualidades en el campo de la cultura y las artes, e incluso en la política.   Todo eso ha llevado a que un país pequeñísimo, que para todos los efectos está en el fin del mundo, atraiga la atención mundial en una medida que excede su gravitación real.

            Como país, tenemos todo lo necesario para garantizar el progreso de las personas y ha sido también como país que hemos tomado las decisiones erradas que nos han impedido consolidar una sociedad más madura.  Hemos tenido serias crisis y hemos pasado por durísimos enfrentamientos entre nosotros mismos, pero cuando tenemos motivos de alegría sí somos capaces de abrazarnos para celebrar, aunque al día siguiente volvamos a estar divididos y debamos lamentar que nuestros propios excesos signifiquen que, en cada una de estas oportunidades, se produzcan decenas de muertes perfectamente evitables.   Si el país fuera una persona, estaría sin duda bajo tratamiento psicológico, pero así y todo seguimos adelante.

            Para algunos, Chile es un modelo mundial; para otros, un ejemplo de cómo no se deben hacer las cosas, pero a la hora del balance el país está sobre la mirada de quienes ven el vaso vacío o lleno.   Posiblemente, la mejor definición la da nuestro Nicanor Parra, refiriéndose a sí mismo como un “embutido de ángel y bestia”.  Pasamos de uno a otro extremo con toda naturalidad, y eso es, al final, lo que nos hace tan distinguibles para el resto del planeta.