miércoles, septiembre 22, 2010

33, número de muerte y resurrección. HERNÁN RIVERA LETELIER

Me han pedido mucho que escriba sobre los mineros sepultados en la mina San José, de Copiapó. Me han llamado medios de distintos países, me han ofrecido estipendios por artículos de tantas palabras o caracteres en diarios, en revistas, en sitios de Internet, y hasta me han ofrecido hacer un guión para una película. "Porque usted fue minero, nos interesa su visión de lo que está ocurriendo con esos 33 hombres". Yo me he negado sistemáticamente. Solo he aceptado entrevistas. Ahora escribo para explicar por qué me he negado. Me he negado justamente por eso, porque también fui minero, y escribir ahora sobre estos compañeros sepultados, hacer literatura con su tragedia, sería como sentarme a escribir un cuento o un poema ante el lecho de muerte de mi padre, de mi hijo, o de mi hermano.
No sirvo para eso. Mi ética no me lo permite. Puedo ser un hijo de puta en muchos aspectos, pero nunca en algo como esto. Mi ética es mi estética y viceversa. Estoy sufriendo la tragedia como la estamos sufriendo todos, he llorado como hemos llorado todos, grité de felicidad como todos cuando supe que estaban vivos -no salí a tocar la bocina de mi auto porque no tengo auto, pero en casa izamos una bandera rayada con un mensaje de fuerza y esperanza-, y aunque nunca fui ni seré un patriotero -me carga por ejemplo que toquen el himno nacional en los partidos de fútbol- el corazón se me puso como un puño cuando oí sus estrofas saliendo desde las fauces de la tierra, épicamente desentonadas por la voz ronca de estos 33 chilenos humildes.

Yo andaba por Centroamérica cuando me enteré de la noticia. Al primer medio que me llamó desde Chile -los mineros llevaban cuatro o cinco días enterrados- les dije que si esos hombres no habían muerto sepultados por el derrumbe, iban a sobrevivir hasta que los encontraran. Dije textualmente que me los imaginaba allá abajo organizándose, dándose ánimo entre ellos, narrándose historias, contándose chistes, inventando mentiras. Que los mineros, como los pescadores, eran hombres acostumbrados a luchar contra la adversidad, contra la fuerza de la Naturaleza, que eran ingeniosos, que eran aperrados, que no se echaban a morir fácilmente. Que eran muy creyentes. Ahora que saben que sabemos que están vivos, ahora que saben que sus familias los esperan, y entienden que tendrán que soportar aún una larga espera, su ánimo no desmayará, seguirán resistiendo. De eso estoy seguro. Son 33, un número sagrado. Yo cuando era niño y vendía diarios por las calles -en uno de mis libros lo consigno-, solo vendía 33 diarios, con eso me alcanzaba para comer y nunca me quedaba con diarios que regresar. Treinta y tres era la edad de Cristo, y eso me daba suerte. Soy supersticioso igual que todos los mineros. El 33 es el número de la muerte y la resurrección.
Ellos estaban muertos y resucitaron. Dos cosas solicito para estos mineros, si es que se pudiera. Solo dos cosas. La primera, al Gobierno, que no desaproveche esta oportunidad de oro que tiene de pasar a la historia -junto a los 33-, haciendo cambios profundos en la legislación laboral de la pequeña minería, para que nunca más vuelvan a ocurrir desdichas como esta -y de pasadita que haga colgar de los testículos a los dueños de la minera-. La segunda va para los medios de comunicación: que no transformen esta larga temporada en el infierno de nuestros compatriotas en un vulgar reality show. Una vez que estén afuera que hagan el espectáculo que quieran -con su anuencia o sin ella-, pero por ahora que respeten el dolor, el suplicio, el padecimiento indecible que significa estar ahí, con millones de toneladas de roca encima, a 700 metros por debajo de la vida, en la boca del estómago del mismísimo infierno. Pónganse en su lugar. A ver si alguien puede siquiera imaginarlo.