¿Funcionan las instituciones?. Hector Soto
El gobierno no dimensionó en forma oportuna el rechazo ambientalista y ciudadano a la termoeléctrica. Y por no hacerlo, se vio de la noche a la mañana enfrentado a lo que parecía una trampa.
Se salvaron seguramente los pingüinos de Punta de Choros, pero el garrotazo que el Presidente Piñera dejó caer esta semana sobre la institucionalidad no se va a reparar fácilmente. A lo mejor era lo que procedía por razones políticas e incluso por razones ambientales. Pero una vez más la presunta solución tuvo que venir por fuera del conducto regular y fue el propio Jefe del Estado quien se lo saltó con mayoritario beneplácito de la opinión pública. Siendo así, que nadie entonces venga después a rasgar vestiduras o derramar lágrimas de cocodrilo porque confiamos poco en nuestra institucionalidad. La verdad es que no tiene mucho sentido tener una compleja telaraña de normas, procedimientos, informes, evaluaciones y comisiones ambientales si al final lo que dirime el tema es un telefonazo presidencial que desplaza la termoeléctrica a dedo sobre el mapa de la costa nortina.
¿Qué es esto, un país, un fundo, una fonda?
Mientras los chilenos no tomemos conciencia de nuestra fragilidad institucional vamos a seguir teniendo problemas serios de confianza pública y de gobernabilidad. Al Presidente Lagos le gustaba decir que en Chile las instituciones funcionaban, pero la suya siempre fue más una expresión de buenos deseos que una realidad.
De hecho, las instituciones no funcionaron en el caso MOP-Gate y, a pesar de las múltiples comisiones investigadoras que se irían constituyendo con el tiempo, tampoco lo hicieron después con ocasión de EFE, del Transantiago o del terremoto. Pues bien, todo indica que ahora seguimos en las mismas.
Las razones nunca faltan. El gobierno, al parecer, no dimensionó oportunamente la magnitud del rechazo ambientalista y ciudadano al proyecto de Barrancones. Por no hacerlo, se vio de la noche a la mañana enfrentado a lo que parecía ser una trampa, donde de todos modos se iba a pillar los dedos. Justo ahora, cuando después de Copiapó los vientos parecían estar soplando en su favor.
Es cierto que después del amplio respaldo al proyecto de la Corema en Coquimbo no hubiera costado nada quitarle el piso en la instancia de la Conama en Santiago. Y ahí el asunto habría concluido. Pero esta solución significaba tener que aguantar durante tres o cuatro semanas de incertidumbre, con un chaparrón de críticas que las autoridades no estuvieron dispuestas a afrontar. Las radios seguían transmitiendo el fragmento de la entrevista de Amaro Gómez-Pablos al entonces candidato de la Coalición por el Cambio donde él se manifestaba inequívocamente en contra del emplazamiento de la termoeléctrica en el sector de Punta de Choros. Sin duda que el tema se había complicado políticamente y algo había que hacer. De qué manera nos operamos rápido de este incordio, deben haberse preguntado en La Moneda. Y triunfó la ansiedad. ¿No fue para eso que se inventó el teléfono? ¿Quién tiene por ahí el número de Suez Energy?
Como precedente para lo que viene, lo ocurrido no sólo es malo. Es pésimo. Si ya nuestra institucionalidad ambiental estaba llena de picaduras y agujeros que le restaban toda credibilidad, porque la opinión de la calle es que el maridaje entre las autoridades y el gran capital está depredando con absoluta impunidad nuestro paisaje y nuestra geografía, lo que ahora el gobierno ha hecho es reconocer que la cosa no era tan técnica como el discurso oficial decía que lo era. Bastó un telefonazo para desvanecer rumas y rumas de informes y cientos de laboriosas planillas con cálculos, mediciones y cifras.
Es legítimo ahora preguntar si HidroAysén va a discurrir por estos mismos carriles. La pregunta es válida, porque no tiene mucho sentido tomar el camino largo -el de los informes y los reparos, el de las propuestas y contrapropuestas, el de las comisiones y los consejos interministeriales- si en una de esas el gobierno prefiere hacerla corta. Sobre todo ahora, cuando los teléfonos nunca faltan.
El único consuelo que deja el episodio es que la actual normativa ambiental está muriendo y que pronto vendrá otra, que ya fue concebida, estudiada y aprobada durante el gobierno de la Presidenta Bachelet y que contempla un Ministerio del Medio Ambiente con todas las de la ley.
Va a ser un asunto crucial y muy delicado montar esta nueva repartición sobre bases indiscutidas y con la gente idónea. Por supuesto que va a ser complicado hacer borrón y cuenta nueva. Lo más probable es que el Presidente tenga que encargar esta secretaría de Estado a alguien que, aparte de inspirar respeto por su competencia técnica y por la firmeza de su carácter, haya rendido pruebas concluyentes de autonomía en el tema y esté, por así decirlo, más allá del bien y el mal. También va a ser necesario transparentar mejor los procedimientos e instancias de participación. Y elevar el rigor técnico de las decisiones. Mientras menos espacio quede en este terreno para las corazonadas, las impresiones y las presiones, mejor. Si no se hace así, los problemas van a persistir. Y con razón o sin razón, la gente, el grueso de la gente, más temprano que tarde terminará creyendo que el ministerio bailará al arbitrio de quien ponga la música y pague las pílsener.
El país está frente a un problema. Necesitamos energía. No hemos sido capaz de definir ni consensuar una política de largo plazo sobre la materia. Andamos apagando incendios y reaccionando a salto de matas al día a día. Como si fuera poco, también sentimos que nos están pasando por el aro. ¿Cómo salir de este embrollo?
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